La inédita dimisión del equipo económico encabezado por Rodrigo Valdés es apenas la punta de un iceberg, cuyo bloque sumergido permanece inadvertido y peligrosamente cerca de las débiles corazas institucionales de un barco que, desde hace años, navega en la obscuridad de un entorno oceánico lleno de peligros, pero que, como el Titanic, lo sigue surcando distraído, confiando y con su orquesta a plena música, hacia una colisión que podría dañarlo seriamente.
En efecto, si bien el suceso que culminó con el rechazo del Comité de Ministros de un proyecto minero, cuya inversión de US$ 2.500 millones alimentó las esperanzas de miles de habitantes de sus contornos, con expectativas de más empleo y actividad para una zona deprimida por la baja del ciclo minero, lo cierto es que el equipo económico venía arrastrando, por meses, una serie de conflictos, con medias victorias y derrotas, enfrentado a otros ministerios y sectores de la Nueva Mayoría, los que, desde la instalación del llamado “realismo, sin renuncias”, lo acusaron de “neoliberal”, aupados, además, por los cánticos de una nueva y vocinglera izquierda radical para la cual, a mayor abundamiento, el actual Gobierno ha seguido profundizando “políticas transaccionales y entreguistas”, similares a las de la repudiada Concertación.
Por de pronto, es menester despejar que esta crisis no se trata de una supuesta contradicción entre quienes priorizan el crecimiento y los números, contra aquellos que estiman que aquel debe tener su foco en las personas y ser sustentable. Planteado así, nadie, en su sano juicio, ha propuesto aprobar, sin más, proyectos productivos cuyos efectos en el entorno ambiental afecten la salud o bienestar de las personas. La anterior administración dio muestra de aquello, incluso saltándose las vías institucionales. Chile tiene una legislación medioambiental que, perfectible, limita ansiedades de inversionistas sin otra mira que la generación de utilidades.
Tampoco ningún sector político del país ha apelado a la mantención de condiciones de negociación en las empresas mediante las cuales el capital pueda abusar de la debilidad de los trabajadores; o que el sistema tributario nacional les permita a los más ricos esquivar la mayor responsabilidad de contribuir proporcionalmente a las arcas fiscales con el propósito de morigerar, desde el Estado, las diferencias que se producen en ambientes de libertad de creación y emprendimiento.
Para qué abundar con la reforma educacional, donde hay coincidencia plena en que se requiere -justamente para asegurar el desarrollo- que nadie con talento y capacidad se vea impedido de estudiar una carrera u oficio por falta de recursos; o en la previsional, donde nadie ha propuesto mantener las pensiones en los pobres niveles actuales y hay acuerdo unánime en la necesidad de mejorarlas. Afirmar lo contrario es caricatura electoral.
En la profundidad del iceberg, las puntas que verdaderamente amenazan la coraza del barco son más bien de metodología e instrumentos, los que, a su turno, terminan por hacer divergir las estrategias de largo plazo, porque no es lo mismo hacer una silla con un hacha que con un serrucho; pero todas, con seguridad -y apelando a la buena conciencia de las personas- buscan conseguir un mejor país, más próspero, seguro, amable, feliz y sustentable, a pesar que algunas apunten a un futuro político en que la democracia es más bien un medio y no un fin.
Por de pronto, el énfasis en la igualdad o en la libertad, como principios fundantes de las ideas de país que los candidatos y colectividades que los apoyan presentan a la ciudadanía, no ha sido trivial, pues aconsejan instrumentos de gestión distintos: los primeros desconfían de la libertad que suscita diferencias de éxito individual o familiar en la competencia que implica desanudar la creatividad e innovación de las personas en la concurrencia con sus ofertas de intercambio hacia los otros, así como en los resultados que estas transacciones tienen para cada cual. El mercado no es simétrico, es injusto, y mientras empobrece a unos, enriquece desmedidamente a otros, máxime cuando, a mayor abundamiento, los más poderosos se confabulan y hacen trampa. De allí la especial preferencia que aquellos tienen por un Estado fuerte, que cumpla un papel de árbitro y fiscalizador que dome o controle “los espíritus animales” con mayor presencia en todos los ámbitos de la vida.
Los segundos creen en las personas, en su capacidad, creatividad, innovación, y que sus méritos les permitirán construir su propio bienestar para ellos y los suyos. Estos estiman que cuentan con las habilidades para enfrentar exitosamente la competencia en los mercados, con la sola condición de que el Estado -como único detentor del legítimo uso de la fuerza en democracia- cumpla su papel protector y habilitador de las libertades que –respetando las normas de convivencia- requieren, para seguir emprendiendo y construyendo su propio provenir. De allí su preferencia por un modelo de sociedad en que el Estado reduzca su actuar a lo que le es propio, y donde la ciudadanía pueda desplegar toda su creatividad con las menores barreras políticas posibles en todos los ámbitos: desde las preferencias sexuales y la alimentación, hasta las económicas, sociales y culturales.
Por cierto, el desarrollo de la civilización se ha encargado de ajustar estas percepciones ideológicas a un conjunto variopinto de realidades nacionales que se pueden observar en todo el mundo y que van desde aquellos modelos en los cuales el Estado ha dominado buena parte de la actividad social, cultural, económica y política, hasta los que el Estado es casi apenas un guardián del orden interno y la defensa nacional, así como recolector de impuestos para cubrir aquellos costos, parte de sus obligaciones para con los ciudadanos.
Chile ha oscilado entre ambos extremos, unas veces acercándose peligrosamente a los primeros, otras a los segundos, no obstante que, sistemáticamente, las diferentes generaciones han buscado cierto equilibrio. Tal característica ha hecho que, históricamente, Chile sea un país considerado -y que se considera- como moderado, de centro (izquierda o derecha) y cuya estructura social -que nos indica lo que realmente hemos conseguido- es mayoritariamente de capas medias, grupo, que a juzgar por las cifras, representa hoy del orden del 80% de sus 17,5 millones de habitantes.
Se podrán discutir los números según las diferentes definiciones de “capas medias”, algunas tan cerca de la pobreza, que parece un chiste calificarlas como tales. Pero no hay duda que, en su autoimagen, aquellas son parte cultural de dicho segmento, al punto que quienes se declaran como tales, superan las cifras “objetivas” de quienes pertenecen a dicho grupo.
El diagnóstico inicial de la Nueva Mayoría al respecto fue que el malestar de Chile no era sino el resultado de la grosera desigualdad existente en el país, que muestra el nada enorgullecedor sitial de uno de los más desiguales del mundo medido por el coeficiente de Gini. El segundo paso lógico fue que dicha desigualdad era resultado de un modelo “neoliberal” que, habiéndose instalado en dictadura, había sido impúdicamente cooptado por los Gobiernos de la Concertación, entregados, en cuerpo y alma, a un empresariado abusivo y defensor de un modelo adecuado perfectamente a sus intereses, pero contrario al de las mayorías.
El tsunami ideológico montado en la “igualdad” o “equidad”, empaquetado en la indispensable y razonable necesidad de seguir creciendo con el propósito de repartir riqueza y no pobreza, inundó al conjunto de la sociedad y buena parte votó alegremente por las reformas propuestas.
Pero bastó poco tiempo y “mala pata” (fin del ciclo minero) para que esa ciudadanía que buscaba “equidad”, aun a costa de un poco menos de libertad (o más controlada o fiscalizada), se percatara que, en la vida, nada es gratis, y que los esperanzadores aumentos en tributación (especialmente a los más ricos), educación (ojalá al 100%), laboral (más poder sindical), en el sistema electoral (proporcional, de género), la previsión (al menos un sueldo mínimo), los cambios constitucionales (con AC incluida), o la agenda valórica en materias de homosexualidad o aborto (que aprobada con objeción de conciencia institucional, ya lleva cinco hospitales en los que no los realizarán en las tres causales aprobadas), tenían costos que, paulatinamente, una creciente mayoría no estuvo dispuesto a pagar.
Es decir, parecen faltar muchos años de revolución cultural gramsciana para acercarnos a la imagen país esbozada en el sustrato de las reformas planteadas y, además, solo posibles con la condición de que el país sea lo suficientemente rico como para pagarse tales lujos.
Así, las encuestas han ido ubicando sistemáticamente a la cabeza a los candidatos que aparecen con un discurso más realista y moderado, y dejando atrás a los que buscan la continuidad de las propuestas oficialistas, o de aquellos que se proponen llevarlas aún más allá de lo que democráticamente se ha conseguido acordar en el Congreso, dada la actual distribución del poder de representación en el parlamento, nos guste o no.
No obstante estas claras señales, tanto desde la ciudadanía, como de la institucionalidad democrática, aquellas no parecen calar en los sectores igualitaristas y más bien atribuyen el rechazo social mayoritario a las reformas -tal como resultaron y más allá de slogans– a problemas comunicacionales, a que aun no se perciben sus positivos efectos, o debido al desorden que presenta el oficialismo al verse nuevamente enfrentado a sus “dos almas”, las que, en todo caso, cerca ya de elecciones, se han vuelto a sincerar, siendo la guinda de la torta la reciente dimisión del equipo económico “tecnócrata”.
Y ahí están los resultados: dos candidaturas de centro izquierda -una socialcristiana y otra socialdemócrata- que se disputan parte del tercio de centro y del tercio de izquierda, y la re-emergencia de una de izquierda radical competitiva que considera a los nuevos ministros de Hacienda y Economía, Nicolás Eyzaguirre y Jorge Rodríguez Grossi, casi lo mismo que los anteriores “concertacionistas” y “neoliberales”, intentando revitalizar el, obviamente en retroceso, discurso igualitarista (las primarias y encuestas han dado cuenta clara de aquello).
La centro izquierda, en tanto, golpeada y perturbada tras la traición de las envalentonadas nuevas generaciones del PS a Ricardo Lagos, busca recomponer el acuerdo socialdemócrata-socialcristiano que otorgó desarrollo y estabilidad por casi dos décadas, a través de Carolina Goic y Alejandro Guillier, lo que augura un difícil y ajustado pase a segunda vuelta, al tiempo que, tras la renuncia del equipo económico, quedan ambas candidaturas con la dura tarea de asimilarse o no a la idea del continuismo, apostando a lo que hagan Eyzaguirre y Rodríguez o hasta la propia Presidenta, a quien no parece importarle el destino electoral de sus eventuales herederos.
Como corolario, tal vez la dimisión del equipo económico tenga una derivada saludable que vuelva a colocar la discusión pública chilena en la tradicional oposición entre “equidad” y “libertad”, aunque, esta vez, con un resurgimiento de aquel poder moderador socialcristiano-socialdemócrata que valora la democracia de los acuerdos, purgada ya del alma de retroexcavadora, y que, enfrentado a una centro derecha que ha logrado superar pragmática y exitosamente dicha falacia, ponga en el centro de la polémica electoral el perfeccionamiento, ajuste y consolidación de unas reformas desideologizadas, tal como se entendieron originalmente por parte de la ciudadanía.
Un escenario como ese le daría al próximo gobierno la mayor estabilidad requerida para un período incierto a nivel internacional, pues, con seguridad, igualmente deberá enfrentar los embates de una minoría radical que, con tozudez digna de mejor causa, ha buscado imponer por décadas, una idea de país que, culturalmente, la gran mayoría de los chilenos rechaza y ha rechazado históricamente. (NP)
Roberto Meza


