Tres crisis, 1924, 1973 y 2016-Francisco Balart

Tres crisis, 1924, 1973 y 2016-Francisco Balart

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Si los chilenos hiciéramos el ejercicio de mirar atrás con ganas de aprender, veríamos que en los últimos cien años nuestro orden de convivencia estuvo gravemente amenazado en dos ocasiones. Ninguna irrumpió súbitamente; por el contrario, ambas se fueron incubando a lo largo del curso de una generación completa. Y, las dos fueron resueltas manu militari. La tercera está en curso y, para bien o para mal, esta vez los hombres de armas no parecen estar dispuestos a pagar nuevamente el amargo precio de ingratitud e injusticia flagrante que les acarreó haber recogido la patria desde las cenizas para entregarla a los señores políticos en el umbral del exclusivo club OCDE.

Las décadas que precedieron al 5 de septiembre de 1924 se caracterizaron por la parálisis del sistema de gobierno. Como se recordará, una de las consecuencias de la Guerra Civil de 1891 fue la instauración del parlamentarismo… lo que en sí no tiene nada de malo, pero aquí se le aplicó a la chilena. El sistema parlamentario, para funcionar correctamente, presupone un consenso nacional fuerte, un estrato dirigente dotado simultáneamente de patriotismo e ingresos de vida propios, partidos políticos con arraigo ciudadano, disciplinados y organizados en dos grandes bloques igualmente responsables, única manera posible de garantizar, simultáneamente, la alternancia democrática en el ejercicio del poder y la gestión del Estado en procura del bien común. Ninguno de tales rasgos caracterizaba actividad política nacional… ¡salvo en los discursos! Quizás nunca los hubo tan bonitos…

¿Qué hecho precipitó aquella crisis? En medio de la inoperancia práctica más vergonzosa, los parlamentarios resolvieron fijarse una dieta o remuneración fiscal para compensar sus altos servicios a la república. Hasta ese momento los diputados y senadores cumplían sus funciones gratuitamente, simplemente por el honor de servir. Y a la sesión en que discutirían tan grato asunto se presentó en la galería del Senado un puñado de tenientes, de uniforme. Una vez consumado el ritual que aprobaba el trámite legislativo que establecía la dieta, los oficiales bajaron silenciosamente las escaleras… por ellos y por todo Chile hablaron sus sables, que fueron golpeando con inquietante ruido cada peldaño del viejo caserón. De ahí viene la expresión “ruido de sables.” No fue necesario disparar un tiro ni dar un grito: en horas, el presidente Arturo Alessandri estaba asilado en la embajada de USA y el Congreso quedaba disuelto. Se hizo cargo del mando efectivo el mayor Carlos Ibáñez, encabezando a la juventud militar de la época. Esa crisis, de naturaleza eminentemente política, se superó con un nuevo orden institucional -en adelante y hasta hoy marcadamente presidencial-, y una nueva Constitución, la de 1925, aprobada masivamente en plebiscito a pesar de haber ordenado votar  en contra todos los partidos políticos, desde al comunista al conservador.

La desintegración de la democracia chilena en 1973, en cambio, tuvo otras motivaciones. Décadas de mediocridad y estancamiento económico fueron el caldo de cultivo de un profundo malestar social, para decirlo suavemente. La institucionalidad creada por los militares de la generación anterior, al carecer de un compromiso moral explícito con un cuerpo de valores, sirvió para encubrir la acción más o menos encubierta de los apóstoles de la lucha de clases, entendida en clave revolucionaria. Las tensiones generadas por la sorda lucha que definiría en qué bando de la Guerra Fría militaría Chile en el momento decisivo, afectó progresivamente la cohesión social y, al cabo, durante la década revolucionaria (1964-1973) ésta se desmoronó. Llegó entonces el momento en que lo único que se movía en el país eran los preparativos para una guerra civil. El 11 de septiembre de 1973 fue la solución a esa crisis y así lo entendió la inmensa masa de la población, que respiró aliviada. Por supuesto, la percepción de quienes estaban comprometidos con la revolución armada fue y seguirá siendo diferente. Si esa es la verdad de las cosas –y seguramente  lo es-,  mienten quienes todavía siguen sosteniendo que el 11 de septiembre nos divide; la verdad es exactamente al revés: el 11 de septiembre se produjo porque la división fratricida ya había alcanzado un grado inaceptable. La intervención militar no surgió de la nada. Si algo dejó en claro el caza bobos denominado melifluamente Mesa de Diálogo (1999-2000), es que la verdad indiscutible y oficial, incluso para efectos judiciales, coincide con lo que se acaba de afirmar. En cambio, acerca de lo que ocurrió después, esto es, sobre el sentido y valor de la obra realizada por el Gobierno Militar,  es legítimo tener opiniones diversas. Pero una vez despejadas las toneladas de propaganda, odio y dinero invertidos para escamotear la historia real a la generación más joven, el único factor de juicio que prevalecerá en el tiempo será la comparación serena entre el país de 1973 y el de 1990…  y la proyección de las posibilidades que cada uno de esos momentos brindó a la nación.

Así llegamos al presente, al verano de 2016. Para la estabilidad de un sistema presidencial como el nuestro, el grado de adhesión que la gestión del Jefe del Estado suscite no tiene demasiada importancia. Los plazos de su administración están predeterminados por una Constitución que las FFAA garantizan y, mientras conserve las formas, las instituciones permanecerán impasibles. Sin embargo, todo tiene un límite, y en este caso es la paciencia de los ciudadanos, de los civiles, de lo que antes se llamaba “el pueblo” y hoy “la gente”, señal del cambio de pelaje…  Con todo, sería ilusorio suponer que un Gobierno, cualquiera que sea, puede sobrevivir afirmando demasiado rato el pie izquierdo en una Carta Fundamental -que además intenta reemplazar, dicho sea de paso- y el otro en el vacío. Sin necesidad de soplar sobre él, en algún minuto perderá el equilibrio. Hoy, al mirar más allá de la mera legalidad, es imposible soslayar que el presidente Pinochet entregó el poder luego que el 44% de los ciudadanos votara ofreciéndole un segundo mandato constitucional de ocho años, mientras la presidenta Bachelet, elegida por el 25.5% del padrón electoral, concita hoy una cifra incluso inferior de credibilidad. Tampoco ayuda que los políticos y los jueces compitan por el último lugar en todas las encuestas de confiabilidad. La popularidad y el prestigio son cosas muy distintas. Lo comprobó amargamente el presidente Ibáñez el 26 de julio de 1931, cuando a pesar de contar con la lealtad de unas FFAA que sólo esperaban una orden suya, optó por renunciar y exiliarse.

No se requieren dotes de profeta para advertir la conveniencia de ir reflexionando sobre el tipo de  desenlace y alcance que tendrá la crisis de gobernabilidad en que estamos sumidos. No es una cuestión de régimen político, como en 1924, ni de antagonismo ideológico como en 1973. Tampoco es lo decisivo que la economía haya retrocedido una década en dos años… los pobres tendrán que esperar. La naturaleza de la crisis actual es principalmente moral; por tanto, el remedio deberá centrarse en esa dimensión o sólo disfrazará las cosas, dilatando la solución.

 

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