No son gigantes, son molinos de viento

No son gigantes, son molinos de viento

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Sin ninguna piedad por los lectores o auditores ni consideración con la placidez que debiera ser propia de las fiestas navideñas, la prensa escrita, hablada y actuada se ha visto inundada de análisis que intentan explicar el resultado de la elección del domingo 14. Buena parte de esos análisis hacen descansar la explicación en algún supuesto “cambio de clivaje”, aunque nadie explique razonablemente qué es aquello y ni siquiera qué significa la palabra “clivaje”.

Y también -no podía ser de otra manera- se han hecho presente las “autocríticas”… de la izquierda, naturalmente, cuyos motivos para recibir críticas o auto endilgárselas están a la vista desde la noche de ese domingo. Provenientes de aquella parte de la izquierda chilena que constituyen el Partido Comunista y el Frente Amplio, las que más han llamado la atención han sido las practicadas por Giorgio Jackson y Gonzalo Winter.

Jackson, campeón de la autocrítica light, se apresuró a señalar los fallos de gestión durante el gobierno de Boric con una larga lista que comienza con en el intento de Izkia Siches de visitar Temocuicui. Gonzalo Winter, por su parte, siguiendo la línea que ya trazó durante su intento de lograr la candidatura presidencial en la primaria del oficialismo, se concentró en las reformas no realizadas. Tiene mérito que lo hayan hecho, pero resulta un poco ridículo que la “autocrítica” no sea más que la repetición de lo que los opositores a su gobierno les estuvieron criticando durante cuatro años mientras ellos defendían y elogiaban aquello que ahora critican.

El análisis del resultado electoral fue presentado por el Partido Comunista como Informe al Pleno de su Comité Central y en él no se explica la derrota como efecto de que la mayoría ciudadana haya preferido la oferta de su adversario (Kast), sino porque en el “clivaje pueblo-élite” (sí, de nuevo el clivaje) Kast, como Kaiser y Parisi, lograron “presentarse como expresiones de una supuesta rebeldía contra las élites políticas, económicas y culturales”. No aclaran si lo que quieren decir es que lo que denominan “amplios sectores populares” los identificó a ellos como esa “élite”, aunque sí resulta evidente que para el PC esos sectores populares fueron engañados perversamente y que el partido sigue teniendo la razón y haciendo las cosas bien.

Sin perjuicio de sus diferencias de lenguaje y grado de elaboración, las tres autocríticas tienen en común el hecho de admitir que se equivocaron, aunque siempre solo en lo accesorio: fallaron en la ejecución, en el relato, en el tono, en el calendario o los electores fueron engañados; nunca en el diagnóstico profundo del país. Es una autocrítica que jamás pone en riesgo sus convicciones de fondo. Por ello, al leerlas, lo que cabe preguntarse no es ya por qué perdieron, sino por qué insisten en explicar esa derrota con el mismo guion de siempre: una suerte de tragedia griega donde el héroe, revolucionario o refundacional, jamás es responsable de su propio destino, sino víctima de fuerzas oscuras y errores “puntuales” como aquellos cometidos desde la presidencia de Gabriel Boric.

La explicación de esa insistencia radica en el patrón de pensamiento -o la pauta metodológica- que guía las reflexiones. Y es que desde que Marx y Engels dieron a conocer el Manifiesto Comunista en 1848, el pensamiento y la acción política de la izquierda -en todos sus matices y en todas partes- ha estado orientada por una concepción de la sociedad que explica la evolución de la Historia como la sucesión de formas de dominación de unas clases sociales por otras. Y el cambio social -o la revolución- como el acto liberador de la condición de dominado y explotado realizado por la clase social que, de ese modo, ha cumplido la misión de mover a la propia Historia hacia un estado superior. Esa visión ha dado lugar a una estructura narrativa sorprendentemente estable. Una estructura simple, casi literaria, en la que debe haber víctimas y victimarios, oprimidos y opresores, buenos y malos. La historia, así, se transforma en una épica interminable y heroica, con villanos perfectamente delineados y héroes que tienen una misión sagrada: emancipar a la humanidad.

Es esa visión la que anula toda posibilidad de autocrítica verdadera, de aceptación de que el verdadero problema de los partidos políticos que se dejan guiar por ese esquema no radica en errores puntuales de ejecución de la política, sino en los principios que han dado origen a esa forma de actuar en ella. Una imposibilidad que tiene como marco un razonamiento también simple, pero tenazmente motivador: “¿Por qué cambiar esos principios si tenemos la razón? ¿Por qué cambiar si la historia se moverá, tarde o temprano, en el sentido que nosotros señalamos? En definitiva, ¿qué importa esta derrota si tenemos la razón histórica?”

El esquema es perfecto. Tan perfecto que para sectores de la izquierda resulta irresistible seguir utilizándolo, incluso cuando la realidad comenzó a desmentirlo. Así, cuando el Chile del siglo XX y XXI dejó de parecerse al Manchester industrial del siglo XIX, esa izquierda no abandonó el libreto: simplemente cambió a los personajes.

Ya no eran solo los obreros y los burgueses; ahora las injusticias y la necesidad de su superación se encontraban en el machismo, en la exclusión de la comunidad LGTBQ+, en la depredación de la naturaleza, en el maltrato animal, en el despojo histórico de los pueblos originarios. Todas causas atendibles, todas reales en distinto grado, pero siempre abordadas desde la misma lógica épica, una lógica que indicaba que “cambiar al mundo de faz” pasaba ahora por superar esas nuevas contradicciones sociales, como proclamaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe dando un paso adelante desde la teoría de Marx y Engels. Pero el plan que llevaba a ese nuevo y superior estado social era el mismo: identificar al culpable, señalarlo con el dedo moral y organizar la política como una cruzada para derrotarlo.

El problema es que Chile dejó de sentirse una novela de Víctor Hugo. La ciudadanía ya no vive su día a día como una lucha heroica contra villanos abstractos, sino como una sucesión de problemas concretos y urgentes: llegar con vida a su casa, que sus hijos e hijas aprendan algo útil en el colegio, atención médica oportuna. El problema de esa izquierda, y la verdadera explicación de su derrota, es que han seguido hablando en un idioma épico, grandilocuente, moralista, como si aún estuvieran arengando a las barricadas de 1848.

Hay algo de tragicómico en esta situación. Como en Don Quijote, la izquierda frenteamplista y comunista sigue combatiendo gigantes que solo existen en su imaginación, mientras el país -encarnado en Sancho Panza- les recuerda que solo son molinos de viento. Pero lejos de detenerse a reconsiderar, prefieren explicar la derrota diciendo que, aunque no lo sean, sí parecen gigantes o que alguien los puso ahí para confundirlos. Nunca que la época de luchar contra gigantes ya quedó en el pasado. (El Líbero)

Álvaro Briones