La norma de amarre como punto de quiebre

La norma de amarre como punto de quiebre

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La “norma de amarre” que la administración de Gabriel Boric impulsa en sus últimas semanas representa un intento claro de blindar posiciones en el Estado. Obliga a justificar administrativamente la no renovación de contratos a contrata, elevando así el costo político de cualquier desvinculación al inicio del próximo gobierno.

La ironía es evidente. La lógica de los blindajes administrativos tiene su origen en la dictadura, y fue precisamente por eso que la centroizquierda que gobernó durante las dos décadas posteriores a la transición los criticó duramente, denunciándolos como mecanismos diseñados para amarrar a los adversarios tras perder el poder.

Aunque el gobierno sostiene que su objetivo es proteger la estabilidad laboral de los trabajadores públicos frente a los eventuales recortes anunciados por José Antonio Kast, más allá de la intención declarada el efecto práctico es el mismo: restringir el margen de acción del Ejecutivo entrante y mantener a funcionarios alineados con el gobierno saliente.

La reacción más consistente ha venido desde la oposición, que ve el asunto como profundamente problemático, no solo porque entorpece eventuales ajustes orientados a la austeridad, sino porque reinstala una lógica de trampa política. Como se ha argumentado, se trata de una medida innecesaria e inmoral, ya que los buenos funcionarios no requieren protecciones especiales para conservar sus cargos, y porque, en el fondo, constituye una forma de injerencia ilegítima que puede afectar negativamente la estabilidad de la futura administración.

Por lo mismo, el debate de fondo no es entre oficialismo y oposición, sino entre quienes buscan eludir el mandato ciudadano y los propios ciudadanos. La elección, que en los hechos funcionó como un plebiscito sobre la gestión de Boric y su fallido proyecto político, pidió cambio, no continuidad. La norma de amarre busca, precisamente, neutralizar esa expresión democrática y apernarse en el poder como sea posible.

Esta actitud es coherente con el comportamiento del núcleo duro del gobierno, Apruebo Dignidad, integrado por el Frente Amplio y el Partido Comunista, sectores que no solo han sido incapaces de asumir su derrota, sino que además han mostrado una disposición recurrente a forzar las reglas e interpretarlas en su propio beneficio.

El nombramiento de la nueva directora del Servicio Nacional de Acceso a la Justicia ilustra con claridad este patrón. Más allá de las capacidades personales de la designada, la pregunta relevante es sobre la oportunidad y utilidad política del nombramiento, considerando que dificultará objetivamente la gestión del próximo gobierno. Así, aunque la decisión sea legal, la interrogante de fondo es ética.

En ese sentido, el nombramiento, en el contexto de una política explícita de amarres administrativos, refuerza la percepción de oportunismo y falta de decoro, consolidando una crítica que el gobierno ha enfrentado, y tratado de eludir, desde el inicio de su mandato.

Para la centroizquierda tradicional, esta situación resulta particularmente incómoda. Para el PS y PPD, que durante el gobierno de Boric actuaron en muchos sentidos como vagón de cola de Apruebo Dignidad, la norma es un nuevo ejemplo de una agenda que no les pertenece, pero cuyos costos deben pagar.

Como ha ocurrido con otras decisiones, anunciadas pero mal o nunca ejecutadas, la medida contradice el espíritu democrático histórico de ese sector, que a pesar de sus varios problemas, al menos siempre fue coherente en ese aspecto.

Varias críticas ya han comenzado a surgir desde ese mundo. Dirigentes como Ricardo Lagos Weber, Paulina Vodanovic y voces cercanas al Socialismo Democrático han advertido, con distintos matices, que este tipo de decisiones no solo son políticamente torpes, sino que dañan la credibilidad de toda la izquierda, reforzando la idea de que el actual oficialismo está más preocupado de proteger posiciones que de gobernar bien.

Así, no se trata de una discrepancia menor, sino de un punto de quiebre natural. La centroizquierda no solo cargó con el costo de una mala gestión, sino que además pagó el precio electoral de un proyecto que no controló y que no entregó resultados. La candidatura comunista de Jeannette Jara alejó a votantes moderados, y una parte significativa de ese electorado puede haber terminado abandonado el sector, en busca de alternativas más a la derecha.

De ahí surge una conclusión evidente: no hay futuro político común en las condiciones actuales. La izquierda radical dominó la agenda, el tono y las decisiones, y el resultado fue una derrota clara. La centroizquierda, si pretende sobrevivir políticamente, a pesar de su ya débil estado, tendrá que moverse hacia el centro, reconstruir credibilidad y marcar una distancia real en temas relevantes como este.

Eso implica una ruptura inmediata, o al menos tan pronto como se acabe el actual gobierno. Claro, no es fácil, pero existe la oportunidad de diferenciarse en el trabajo como oposición. Dado que la izquierda de Apruebo Dignidad se apresta a volver a ser una oposición agresiva, confrontacional, y eventualmente destructiva, la centroizquierda tiene la oportunidad de presentarse como la oposición responsable, el garante que no tiene miedo a dialogar e incluso contribuir con el gobierno si del éxito del país se trata. (Ex Ante)

Kenneth Bunker