En un pasaje célebre, el doctor Fausto de Goethe expresa una dualidad interior que capta la esencia contradictoria del predicamento humano al exclamar: “¡Ay, dos almas habitan en mi pecho! Cada una quiere separarse de la otra”. Una se aferra a la terrenalidad, la otra ansía elevarse hacia lo celestial.
Quizá esta referencia literaria pueda ayudarnos a comprender el momento que vive Chile y los diversos desafíos de su nuevo Presidente. Las sociedades también tienden a oscilar entre las dos almas de Fausto: la más primaria, aquella que trata de la seguridad y la subsistencia y aquella que busca realizar un ideal social superior.
Cuando el “alma primaria” se ve amenazada, las sociedades suelen poner en sordina su “alma utópica”. Esto es lo que ocurre en la América Latina de hoy, y Chile no es una excepción. Ante el avance de la violencia, la inseguridad y el crimen organizado, la región tiende a bascular hacia lo primario. Ello no implica, sin embargo, que la búsqueda de un orden social superior quede definitivamente desterrada del imaginario humano. Simplemente se acalla temporalmente, se repliega ante lo urgente, pero no desaparece y se reanima cuando la amenaza vital retrocede.
El Chile que vio salir a la mayoría de su población de la pobreza absoluta, aquel que creó oportunidades antes impensables para sus amplias capas medias ascendentes, pasó -en un lapso históricamente muy breve- de estar dominado por la lucha por la supervivencia a ilusionarse con un salto hacia un orden superior, donde todo tipo de sueños podían realizarse. Fue la generación de la prosperidad -aquella que irrumpió con las protestas estudiantiles de 2011 y cuyos voceros más altisonantes llegaron al poder en marzo de 2022- la que dio la espalda a los treinta años de mayor progreso en la historia de Chile y encarnó aquel salto hacia la utopía que culminó con la delirante Convención Constitucional elegida en mayo de 2021.
Era la expresión de aquello que, ya en la década de 1950, se llamó “el malestar de las expectativas crecientes”, aquel “malestar del éxito” -como lo denominé en una entrevista en la revista Capital en 2007- especialmente prominente en un país como Chile, que en tan corto período deja atrás la pobreza absoluta experimentando una movilidad social ascendente y una expansión educacional sin precedentes.
Hoy el escenario ha cambiado radicalmente. Ya no es lo que nos falta o deseamos lo que define nuestro horizonte, sino lo que hemos perdido y, más aún, todo lo que podemos perder si no se detiene la ola de violencia, inseguridad, corrupción y migración irregular que hoy aflige el alma de gran parte de los chilenos. Pero también nos inquietan el bajo crecimiento económico de los últimos años, el desempleo y la informalidad laboral.
El sentimiento de estar ante un futuro que puede ser peor que el pasado inclinó definitivamente la balanza hacia lo primario, hacia lo más vital y cotidiano. Ello definirá las tareas inmediatas y absolutamente decisivas del nuevo mandatario. Se trata de un desafío de tal envergadura que probablemente absorberá todas las energías de la primera parte del mandato presidencial, pero sería un error pensar que eso bastará para ganar la batalla por el futuro de Chile. No debemos olvidar esa otra alma que habita en nuestros pechos, la que levanta la vista hacia nuevos horizontes y nos recuerda que no solo de pan vive el hombre.
Es la paradoja del malestar del éxito y la dura ley de la política: no se gana por el recuerdo de lo que se hizo, sino por lo que se promete hacer. El salto utópico de Chile fue posible porque quienes le abrieron las puertas al progreso creyeron que la continuidad era la respuesta a las nuevas inquietudes y aspiraciones surgidas del propio progreso. El presidente Sebastián Piñera sintetizó alguna vez lo ocurrido usando una frase genial habitualmente atribuida a Mario Benedetti: “Cuando creíamos tener todas las respuestas, de pronto nos cambiaron todas las preguntas”.
Ese será, a fin de cuentas, el desafío más difícil para José Antonio Kast. Y allí estarán, nuevamente, los vendedores de humos utópicos esperando su oportunidad para sintonizar con aquella necesidad de soñar que surge apenas las aflicciones del alma terrenal se atenúan. Ya nos ocurrió una vez -y se pagó un altísimo precio por ello- que no se supo dar respuesta a las inquietudes de nuestra otra alma, aquella que levanta el vuelo hacia el sol y que, de no saber canalizar constructivamente su afán, puede terminar como el Ícaro de la leyenda, en las frías profundidades del mar con las alas chamuscadas. (El Líbero)
Mauricio Rojas



