Antonia Orellana y la tumba del feminismo-Roberto Astaburuaga

Antonia Orellana y la tumba del feminismo-Roberto Astaburuaga

Compartir

Antonia Orellana pasará a la historia como la ministra que llevó el Ministerio de la Mujer al centro del poder político, dotándolo de visibilidad, recursos y acceso privilegiado al comité político. Paradójicamente, ese mismo protagonismo terminó por sepultar el relato feminista que la impulsó hasta allí. Su legado —si es que existe— puede resumirse en un nombre: Monsalve.

Portadora de un feminismo radical revestido de superioridad moral frenteamplista, la derrota electoral del oficialismo expresa también la derrota de su diagnóstico, su gestión y su promesa. Las cifras son elocuentes. Aún distribuyendo de manera conservadora el voto femenino, millones de mujeres optaron por la alternativa que el feminismo gubernamental presentaba como una amenaza existencial: 3.6 millones de mujeres votaron por él y 2.6 por ella. Ajustándolo pudo haber sido, al menos, una diferencia entre un 6% – 8% (780.000 a 1 millón de votos). Tras cuatro años de poder, recursos y agenda prioritaria, el mensaje no convenció. Las advertencias de “retrocesos gravísimos en derechos” no fueron creídas. El electorado femenino no respondió al miedo ni a la caricatura.

La derrota resulta aún más significativa por quién fue el vencedor: un hombre católico, conservador, casado, padre de familia numerosa, identificado con valores de austeridad, mérito y orden. Exactamente el arquetipo que el feminismo oficial ha presentado durante años como enemigo cultural. El contraste no pudo ser más elocuente.

En este contexto se inscribe también la polémica por la restauración del cargo de Primera Dama. La ministra Orellana sostuvo, con razón, que en un Estado moderno no resulta adecuado que una función pública dependa del parentesco. Sin embargo, esa convicción apareció tardía y selectiva: durante este mismo gobierno se creó un cargo ad hoc para la entonces pareja presidencial, presentado luego como un simple “error administrativo”. La incoherencia es evidente.

Pero ningún episodio resultó tan devastador como el caso Monsalve. Allí, el feminismo gubernamental enfrentó su propia prueba de coherencia. Y falló. La ministra de la Mujer no lideró, no interpeló ni exigió responsabilidades políticas claras. La carga recayó en Interior. El silencio de las calles y la ausencia de movilización feminista durante semanas fueron el síntoma más elocuente: el lema “Amiga, yo te creo” dejó de ser universal y pasó a ser selectivo.

Mientras tanto, los resultados de gestión tampoco respaldan el relato. El desempleo femenino se mantiene elevado, los femicidios consumados no disminuyen y los frustrados aumentan. La aprobación de la Ley de Cuidados fue celebrada como un hito, pese a que los recursos comprometidos están muy por debajo de las expectativas creadas. La retórica fue abundante; los resultados, escasos.

Nada ha sido más perjudicial para las mujeres que un feminismo convertido en ideología de poder, incapaz de autocrítica y subordinado a cálculos políticos. No sorprende, entonces, que muchas mujeres optaran por una alternativa que, acertada o no, al menos identificó el problema en su raíz y prometió enfrentarlo.

El balance es claro. El feminismo gubernamental perdió credibilidad, autoridad moral y capacidad de convocatoria. Ese es, quizás, el único legado indiscutible de la gestión de Antonia Orellana. (El Líbero)

Roberto Astaburuaga