El problema del botín

El problema del botín

Compartir

En la negociación con el sector público el Gobierno acaba de convenir una regla según la cual los funcionarios actualmente a contrata no podrán ser removidos —durante el próximo gobierno— a discreción del Ejecutivo.

El Presidente electo, a través del senador igualmente electo A. Squella, consideró ese acuerdo inaceptable, un gesto hostil: “Lo que vemos camuflado en el proyecto de reajuste —dijo— es una señal de alerta muy delicada, sobre una posible intención de romper códigos que son fundamentales (…), si el Gobierno sigue el camino del amarre, estaría dinamitando nuestra relación presente y futura”.

¿Quién tiene la razón de su lado?

Para saberlo es imprescindible recordar lo que la literatura denomina el dilema del político. Ese dilema consiste en que el político sabe que para ser eficiente debe seleccionar el personal de la administración en un número estrictamente necesario y exclusivamente en base al mérito; pero a la vez está consciente de que distribuir cargos entre sus partidarios más fieles es una forma de premiar y asegurar su lealtad. Como ambos objetivos son incompatibles, el político que triunfa está en medio de un dilema: ¿favorecer a los partidarios o hacer más eficiente la administración?

Casi todos los gobiernos han estado en medio de ese dilema. Y casi todos han optado, esgrimiendo distintas razones, por tratar a la administración como un botín.

De hecho, hasta el gobierno de Jorge Alessandri se dotaba al presidente recién elegido de facultades extraordinarias para disponer de los cargos administrativos nombrados por el gobierno anterior. Pero como Alessandri fue muy riguroso al aplicar esas facultades (se las tomó en serio como un instrumento para racionalizar) y se temió que el siguiente hiciera lo mismo, de ahí en adelante no se concedieron más. Así, se negó a Eduardo Frei Montalva esas facultades, pero en cambio se le permitió crear plantas paralelas. El resultado fue que el gasto público creció. La creación de plantas paralelas mediante la contrata se ha mantenido con distintos eufemismos gracias a las negociaciones de la Ley de Presupuestos.

Y así el dilema del político se ha resuelto del modo previsible: en cientos, si no miles de casos, se ha usado el empleo público como una forma de pagar la lealtad o la adhesión.

Lo que el Gobierno ha convenido al negociar el reajuste del sector público es una alternativa distinta a las anteriores. No se trata ni de facultades extraordinarias para suprimir cargos ni de un permiso para crear planteas paralelas.

Se trata de una regla que —no vale la pena engañarse— mantiene el statu quo en el actual empleo público.

Con ello, todos quienes el último tiempo en vez de haber accedido por méritos y mediante un proceso competitivo a su cargo, lo hicieron gracias a la preferencia política que manifestaron, o la adhesión que mostraron al gobierno que los designó, no podrán ser removidos fácilmente. Y la racionalidad obliga a reconocer que en esos casos el acuerdo convenido por el Gobierno en la negociación con el sector público no es correcto. En muchos, quizá la mayoría, de esos casos —la verdad sea dicha— el puesto en la administración estatal fue fruto de la mera subjetividad de quien accedió al poder y, en consecuencia, no puede sostenerse que sea injusto o equivalga a un maltrato que el mismo mecanismo con que se accedió sea el que, finalmente, se aplique a la hora de ser desvinculado.

Si se concibe al Estado como un botín (el viejo spoils system, la política popularizada por el presidente A. Jackson a la que Weber cita como un caso paradigmático de clientelismo) no es correcto quejarse luego por la fragilidad del empleo.

Esta vez —y mal que pese— el futuro gobierno tiene la razón de su lado.

Solo queda por verificar que esté a la altura cuando, a su vez, deba enfrentar el inevitable dilema del político. (El Mercurio)

Carlos Peña