Durante más de cuatro décadas, el Decreto Ley 600 fue un elemento silencioso pero decisivo en la arquitectura económica de Chile. Su promesa (certeza jurídica, estabilidad tributaria y reglas claras para la inversión extranjera) marcó una diferencia sustantiva en el desarrollo del país. No fue perfecto, ni estuvo exento de tensiones, pero difícilmente se puede negar que haya sido uno de los pilares que permitió financiar proyectos de gran escala, expandir la capacidad productiva y posicionar a Chile como uno de los destinos más confiables para la inversión en la región.
Entre 1974 y 2015, el DL 600 canalizó decenas de miles de millones de dólares hacia sectores clave como la minería, la energía y la infraestructura. Pero más allá de las cifras, lo que realmente importó fue la señal que Chile enviaba al resto del mundo: un Estado dispuesto a respetar contratos, a proteger las reglas del juego y a garantizar un entorno estable incluso en tiempos de turbulencia política o económica. En otras palabras, fue un instrumento que generó confianza, y esa confianza se tradujo en inversión, empleo, exportaciones y modernización productiva.
En 2015 Chile decide dejar atrás el DL 600, convencido de que el país había alcanzado un nivel de madurez suficiente como para prescindir de un régimen de invariabilidad. La decisión marcó un hito: era la señal (en teoría) de que Chile ya podía competir en base a su institucionalidad general y no en base a contratos especiales.
La lógica detrás de esa decisión no era del todo equivocada. Efectivamente, un país que aspira a la sofisticación económica no puede depender eternamente de mecanismos extraordinarios de estabilidad tributaria. El problema es que asumimos una madurez que todavía no teníamos. El país sobreestimó su capacidad institucional, política y regulatoria para ofrecer, sin instrumentos adicionales, la estabilidad que los inversionistas requieren. Y la evidencia posterior lo dejó claro: los años que siguieron estuvieron marcados por episodios de volatilidad, incertidumbre tributaria y una dificultad persistente para articular consensos mínimos en materia económica.
No todo es atribuible al fin del DL 600, por supuesto. Factores globales, ciclos de precios de commodities y cambios regulatorios en múltiples sectores, influyeron. Pero es imposible ignorar que el país perdió un instrumento que, durante décadas, actuó como un puente entre la política pública y el apetito de los inversionistas globales.
No se trata de romantizar el pasado ni de afirmar que el DL 600 era imprescindible. Ese no es el punto. Lo relevante es reconocer que la transición se hizo sin una lectura realista del entorno político y sin una estrategia clara para reemplazar la certeza que se estaba eliminando. En otras palabras, dimos un salto institucional sin mirar si el terreno estaba firme.
Mi propuesta no se basa en volver atrás, sino en aprender. El pasado nos demostró que la estabilidad, la coherencia regulatoria y la protección de las reglas del juego son condiciones indispensables para atraer inversión de calidad. Y la experiencia posterior demostró que la confianza se pierde más rápido de lo que se construye.
Ahora, ¿es este el momento adecuado para reinstalar la invariabilidad tributaria? Probablemente no. En una economía que necesita oxígeno rápido, el debate urgente no es la estabilización de largo plazo, sino cómo incentivar la inversión en el corto plazo para recuperar ritmo. Bajar la carga tributaria efectiva, simplificar procesos, facilitar el inicio de proyectos y reducir la fricción regulatoria puede tener un impacto más inmediato y ofrecer señales claras de reactivación.
Aunque no sea la prioridad hoy, es una conversación que el país debe retomar con seriedad porque un marco estable y creíble es un elemento clave para competir globalmente en inversión de calidad. Y la experiencia reciente muestra que nuestra institucionalidad, por sí sola, no siempre ha logrado ofrecer esa estabilidad.
Hoy, ad-portas de una elección y cuando el país necesita reactivar el crecimiento, atraer capitales y avanzar hacia una economía más diversificada, Chile debe ofrecer un marco de inversión que combine lo mejor del pasado con las exigencias del futuro. Eso significa reglas claras, instituciones sólidas, consistencia tributaria y, sobre todo, una política pública que entienda que la inversión no llega por inercia, sino por convicción. (El Líbero)
Javiera Contreras
EY Chile



