El término «clivaje», que se refiere a una fractura material, describe también una división persistente en una organización o sociedad, de corte religioso o étnico y en ocasiones puede tener un origen ideológico. Un evento trascendental, de carácter histórico, suele dar origen a la fisura.
Entre nosotros el clivaje de la transición se originó en el plebiscito de 1988, entre los partidarios de la continuidad de Pinochet en el poder -que votaron por el SI en esa contienda electoral-, y los que se oponían a la dictadura que había gobernado el país ya por 15 años -y que entonces votaron por el NO-. Como se sabe, esta última fue la opción ganadora por un 56% de la votación (con una alta participación del padrón electoral), dando lugar a la recuperación de la democracia en marzo de 1990 con la asunción al poder de Patricio Aylwin, elegido tres meses antes en la primera elección presidencial desde 1970.
En las tres décadas que siguieron la sociedad chilena se mantuvo dividida en torno a esa fractura insalvable que, de la mano del sistema binominal el sistema político, se ordenó en dos bloques: la centroizquierda de la Concertación, por un lado, y la derecha, por el otro, con dos partidos dominantes que terminarían más temprano que tarde en constituirse en una centroderecha institucional que dejaría definitivamente atrás cualquier tentación antidemocrática.
Fueron los años de la modernización capitalista que puso al país a la cabeza de la región latinoamericana. Nadie la puso en duda entonces, ni siquiera cuando la crisis asiática y la todavía más severa una década después -la hecatombe de la crisis subprime- tuvieron a mal traer a la economía mundial y a la nuestra, globalizada como pocas.
Aunque en dos ocasiones la mayoría centroizquierdista perdió el gobierno que el clivaje de la transición parecía asegurarle a todo evento, la división en dos mitades aproximadas de la sociedad chilena se mantuvo incólume hasta la elección del segundo gobierno de Sebastián Piñera. Todavía en 2017 o 2018 no se divisaba con claridad la obsolescencia del clivaje de la transición. Pero de pronto sobrevino el estallido social y su consecuencia institucional, el plebiscito de septiembre de 2022, y ya nada más fue igual: había llegado a su fin el clivaje divisivo entre los partidarios de Pinochet y los que votaron por el NO en 1988 y por Patricio Aylwin el año siguiente.
El nuevo clivaje es uno de muy distintas características: divide a la sociedad chilena entre quienes aspiran a la refundación del país y quienes valoran el progreso alcanzado en los «30 años», el periodo más virtuoso en la historia de la República; entre quienes están por rebrotar un cierto octubrismo y quienes rechazan de plano que se vaya a reeditar el “maldito infierno” (Landerretche dixit) del estallido social; entre quienes quieren recuperar la seguridad perdida a manos del crimen organizado y del terrorismo -en la Macrozona Sur-, y los que ponen por delante los derechos humanos para paralizar las iniciativas en materia de seguridad ciudadana; entre quienes ven con buenos ojos el reencendido de los motores de la modernización capitalista y los que la perciben como parte del neoliberalismo y optan abiertamente por el decrecimiento -o toleran el estancamiento secular-.
Notablemente, este nuevo clivaje ya no divide a la sociedad chilena en partes de tamaños más o menos similares -aproximadamente diez puntos porcentuales separaban a una de la otra en las preferencias electorales-. Ahora, se ha doblado esa distancia que media entre las partes que quedan a uno y otro lado del nuevo clivaje. Y por primera vez desde la recuperación de la democracia la parte minoritaria ha quedado del lado de la izquierda, en lo que constituye una derrota histórica que podría proyectarse en el tiempo, interrumpiendo el patrón de la alternancia en el poder que ha venido operando sin falta desde 2010. Los veinte puntos porcentuales que ahora separan a las partes escindidas por el clivaje posliberal podrían resultar irremontables para la izquierda en el horizonte previsible. No se trata de una tendencia pasajera ni de un estado emocional cambiante de la sociedad chilena, sino que de una fisura cuya hondura quedó a la vista en el plebiscito de 2022 y que con toda probabilidad volverá a apreciarse en toda su magnitud el 14 de diciembre próximo. (El Líbero)
Claudio Hohmann



