La mayoría de los problemas que hoy aquejan a Chile derivan del avance sostenido de un proyecto político de izquierda que promovió la fragmentación del sistema de partidos, instaló un discurso rupturista y debilitó deliberadamente las barreras institucionales que, por décadas, habían permitido estabilidad y gradualidad.
Fue esta pulsión por “cambiarlo todo” la que terminó por abrir una caja de Pandora que el país aún no logra cerrar. En ese proceso, hubo un sector particularmente beneficiado: el emergente mundo de la nueva izquierda, que se consolidó en torno al Frente Amplio.
El FA empezó como un movimiento juvenil sin estructura ni responsabilidades reales, y su objetivo fue siempre el mismo: reemplazar al modelo económico, a las instituciones y también a la propia centroizquierda que los ayudó a llegar por primera vez a la política de primera línea en 2014.
A diferencia de generaciones previas, esta nueva izquierda entendió bien el clima que se venía gestando: interpretó el malestar a su favor, apropiándose de la narrativa de ruptura que venía siendo promovida desde la élite intelectual progresista desde hace algunos años. E invocó el recuerdo de las protestas estudiantiles de 2011 para erigirse en árbitro moral del malestar social.
Luego, usaron el estallido social de 2019 para acelerar el tranco. Vieron en el caos una oportunidad y upieron convertir demandas contradictorias en un mensaje único: solo una reforma estructural inmediata le cambiaría el rostro al país. Con eso, retiraron del mapa a la social democracia y se consolidaron artificialmente como la única voz legítima para interpretar el malestar de los chilenos.
No solo lograron escribir el proyecto constitucional que siempre quisieron, sino que además instalaron al mejor intérprete de sus filas en la presidencia de la República.
En ese minuto, Gabriel Boric podría haber corregido el rumbo. En 2022, luego de haber ganado la elección, ya en La Moneda, y con claras señales de que la convención constitucional iba a la deriva, podría haber dado un golpe de realidad y corregido el rumbo.
Tenía todo en sus manos para hacerlo: desde el visto bueno internacional hasta el apoyo de la clase media. Desde la DC hasta los tecnócratas del socialismo democrático, podría haber hecho lo responsable y dado un giro maduro, explícito y pragmático, para evitar un choque frontal entre las expectativas y la realidad.
Pero no lo hizo. Bajo su gobierno, todo lo que se había hecho mal como oposición se profundizó, se radicalizó y se volvió costumbre, transformando lo que era una desgracia en una tragedia anunciada.
En sus primeros seis meses en el poder, puso el pie en el acelerador, paralizando toda la gestión cotidiana del Estado a la espera del plebiscito constitucional y apostó todo a la aprobación del texto. En vez de avanzar en reformas estructurales que al menos habrían gustado entre los propios, decidió esperar. En vez de usar el tiempo para negociar con la oposición, decidió mostrar indiferencia. Y en vez de mostrar imparcialidad, se dedicó a ejercer militancia desde el poder, jugándose con todo a favor del reemplazo constituyente.
Cuando la propuesta fue rechazada—con la mayor cantidad de votos emitidos en una elección hasta ese momento—quedó en evidencia el fracaso del proyecto constitucional, y la incapacidad del gobierno para administrar y gobernar.
El cambio de gabinete que hizo para favorecer a la socialdemocracia fue el reconocimiento explícito de esa primera derrota. Intentó corregir rumbo, sí, pero tarde y a medias. Y a final de cuentas, los reemplazantes tampoco ayudaron a dar vuelta el escenario, solo a ralentizar el colapso político y administrativo.
En la práctica, el gobierno de Boric y la izquierda fueron incapaces de gestionar lo básico. Una de las señales más obvias fue la sucesión interminable de errores no forzados y torpezas políticas que marcaron el cuatrienio. Desde los gaffes internacionales que dañaron la imagen del país, hasta los escándalos de corrupción que golpearon a sus partidos; desde los errores de cálculo en las cuentas fiscales hasta los asesores y subalternos dejados a la deriva.
Quizás por eso el Presidente terminó cediendo incluso en lo más fundamental: su postura ideológica frente al modelo que había prometido derribar. Si algo terminó haciendo Boric por el cual será recordado por décadas es su rol en la consolidación de las AFPs y las Isapres en el modelo chileno de la seguridad social.
Por todo eso se terminó perdiendo la elección presidencial por paliza. Nunca antes el oficialismo había perdido de forma tan escandalosa.
La gran victoria de la derecha, que en sus diversas manifestaciones logró sumar casi setenta porciento de los votos, no es solo responsabilidad de la mala campaña de Jeannette Jara. Es también responsabilidad del Presidente, que por lo hecho, y obviamente lo no hecho, terminó arrastrando a su sector político a una humillante derrota irreversible.
Boric no solo contribuyó al declive de su propio proyecto político, sino también a dinamitar la credibilidad de la izquierda chilena, dejándola sin relato, sin liderazgo y sin proyección. (Ex Ante)
Kenneth Bunker



