La elección de la experimentada política neoconservadora Sanae Takaichi como nueva primer ministro del Japón es, en buena parte, la culminación de un proceso de cambio en la mentalidad de la sociedad japonesa, cada vez menos afectada por la “carga de la culpa” asociada a los horrores causados -antes de 1945- por los ejércitos imperiales durante la ocupación de China, Corea y otros países del Pacífico Occidental.
Si en la sociedad japonesa siempre hubo grupos relictos que rehusaban asumir esa culpa, los mismos eran, por definición, minoritarios. Lo relevante es que, en lo esencial, el cambio que anoto no se origina en esos grupos, sino en un temor extendido entre los japoneses, impuesto por el asertivo plan de expansión económico y militar chino en el Pacífico Occidental (Mar Oriental de China, Mar del Japón, Pacífico Central).
La opinión pública chilena conoce de la beligerancia de Beijing respecto de Taiwán (y el control del estrecho marítimo por el que anualmente transitan miles de naves de todas las banderas) y, también, sabe de las pretensiones chinas sobre islas y arrecifes muy alejados de sus costas.
En este plano, invocando “derechos históricos” y cláusulas específicas del Derecho Internacional del Mar, China “reclama soberanía” sobre, por ejemplo, las valiosas islas Spratly, controladas por Filipinas. Al respecto, hay que considerar que los “reclamos chinos” son frontalmente rechazados por todos los demás Estados ribereños del Pacífico Occidental.
Desde una interpretación geopolítica y geoestratégica regional y global, es claro que la confrontación entre China y el resto del Pacífico Occidental permite a Beijing “calcular la intensidad de las disputas” y, a la vez, justificar un armamentismo que incluye portaviones, misiles balísticos hipersónicos y “aviones invisibles” con armas nucleares capaces de alcanzar territorio norteamericano.
Se trata, en definitiva, de un plan chino que, a toda marcha, pretende modificar el “balance estratégico” impuesto por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial. Desde sus bases en Guam, Japón y Corea del Sur, las fuerzas norteamericanas tienen alcance directo sobre territorio chino.
Si el plan estratégico chino tiene dimensiones planetarias, este comienza en la Cuenca del Pacífico (de la cual Chile es país ribereño). Junto con la “reunificación de Taiwán”, el plan chino considera la “colaboración” militar y económica con Rusia y Corea del Norte, lo cual, desde el punto de vista japonés, se interpreta como una obvia “amenaza existencial”.
Este es, en lo más básico, el contexto de la guerra tarifaria entre el gobierno de Donald Trump y China y, además, del rápido fortalecimiento de la cooperación estratégica entre el Japón de Sanee Takaichi y la actual administración norteamericana.
El rearme de Japón
En 2015, durante el segundo gobierno del ex Primer Ministro Shinzō Abe (2012-2020), Japón aprobó una ley que estableció que una “amenaza existencial” sobre un aliado (por ejemplo, Taiwán o Estados Unidos), constituye una amenaza del mismo tipo para el país.
En tales circunstancias, previa consulta con el Parlamento, el gobierno de la señora Takaichi está facultado para emplear a la Fuerzas de Autodefensa para auxiliar, si las circunstancias lo justifican, a un aliado del Japón.
En ese marco, mientras un intento de invasión chino a Taiwán corresponde con la hipótesis número 1 para la aplicación de dicha norma, alternativamente la hipótesis número 2 podría ser aquella de un ataque de Corea del Norte sobre su vecino del sur o, alternativamente, sobre una base militar norteamericana en Guam.
Al respecto, y luego de reunirse con altos representantes de Taiwán (en paralelo a la última reunión APEC en Seúl), a comienzos de noviembre la señora Takaichi mencionó esa posibilidad. Sus comentarios generaron la inmediata reacción china.
Aun así, lejos de retractarse, la Primera Ministra dijo que su país enfrenta “nuevas circunstancias” que, relevante, ameritan “nuevas interpretaciones” de los compromisos japoneses derivados de su rendición al final de la Segunda Guerra Mundial.
En contexto, la posición de la señora Takaishi no es sino un acto de continuidad de lo sostenido históricamente por su Partido Liberal Democrático, el cual, desde el primer gobierno del Shinzō Abe (2006-2008), aboga por una revisión del “sentimiento de culpa japonés” respecto de las acusaciones que, en el plano internacional, pesan por las violaciones de los derechos humanos cometidas por el ejército imperial durante la ocupación de Corea (1910-1945), la invasión de Manchuria (1931), y la guerra Sino-Japonesa (1937-1945).
El revisionismo nacionalista japonés (que incluye visitas al Santuario de Yasukini para homenajear a los soldados japones caídos en la Segunda Guerra Mundial) no solo permite relativizar el “sentimiento de culpa” por las atrocidades cometidas en territorios ocupados hasta la derrota de 1945, sino que ha generado condiciones políticas y psicológicas para que el país inicie un acelerado proceso rearme militar (desde 2022 el 2% del PGB, en 2025 equivalente a circa 55 billones de dólares).
Ese proceso está ilustrado en la decisión del gobierno del ex primer ministro Abe de transformar a la nave “Izumu” (en origen un “destructor multipropósito”) en un “crucero multipropósito” (2018). Si bien “en el tablero” se trata de un “portahelicópteros”, al incorporársele una flota de aviones F35 de despegue vertical, en la práctica estamos en presencia de un nuevo portaviones japonés (el primero desde 1945).
Lo anterior, no obstante que la propia Constitución japonesa prohíbe las “armas ofensivas”, ergo, sistemas de armas que, como un portaviones, pueden ser empleados para atacar a un hipotético adversario más allá de las aguas territoriales del Japón (la flota china en el estrecho de Taiwán). Una vez normalizada la interpretación legal y política que justificó la transformación del “Izumu”, el gobierno se embarcó en la construcción de una segunda nave del mismo tipo, el “portahelicópteros Kaga”.
El catalizador definitivo en la dinámica de transformación militar de Japón lo ofreció la invasión rusa de Ucrania de 2022. Mientras Europa (con Alemania y Polonia a la cabeza) ingresaron en un periodo de acelerado rearme, la “amenaza rusa” fortaleció el discurso revisionista japonés que, al menos en parte, explica la llegada al poder de Sanae Takaichi.
La opinión publica japonesa la reconoce por su discurso especialmente duro en materia de relaciones con China y Corea del Norte (que periódicamente “ensayan” misiles de mediano alcance que activan las alarmas en ciudades japonesas), al igual que por su posición clara en materia de soberanía japonesa sobe las Islas Curiles, anexadas por la URSS (Rusia) después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial. En este caso se trata de un extenso archipiélago que, en una latitud equivalente a la Zona Económica de nuestra Región de Aysén, es igualmente rica en recursos pesqueros.
Se trata, en definitiva, de “otro asunto” que -en la óptica japonesa- no está, de ningún modo, resuelto.
Chile y el escenario geoestratégico en el Pacífico Occidental
Desde el punto de vista del interés y el comercio exterior chileno, mientras China es nuestro principal socio comercial (cerca del 37% de nuestras exportaciones), Japón ocupa el tercer lugar como destino de nuestros productos (aprox. 8%).
Sin embargo, en términos de inversión directa, China no está entre los principales inversionistas extranjeros, mientras que Japón sí se ubica en el quinto lugar con más de USD 7 mil millones invertidos en 2024.
Como sea, ambos países son relevantes para nuestra economía, como también lo son otras naciones del Pacífico Occidental, especialmente Australia, Nueva Zelanda, Singapur, Corea del Sur y, también, Taiwán. Cualquier conflicto en la otra orilla del Pacífico tendría consecuencias sobre nuestra propia economía.
Lo anterior resulta de la continuidad de una exitosa política de Estado que, desde la década de los 80, encontró en las “economías del Pacífico” condiciones favorables para nuestro desarrollo social y económico.
Es nuestra inserción en la “comunidad de negocios del Pacífico” lo que, en buena parte, motiva el interés estratégico de Brasil y Argentina por acceder a nuestros puertos para participar de dicha comunidad. Una relación de mutuo beneficio con países del Atlántico Sur sería, por supuesto, importante para Chile, para lo cual, sin embargo, antes es necesario que el statu quo en el Pacífico se mantenga.
Visto así el problema, todo indica que un próximo gobierno debería contar con una visión prospectiva y una política específica para nuestra futura vinculación con el Pacífico.
Reconociendo las complejidades de la situación presente -ojalá de común acuerdo con otros países potencialmente afectados (i.e. Perú, Ecuador Colombia y México)- Chile debería estar preparado para aportar y contribuir a la mantención de una paz en una región esencial para nuestro propio bienestar y prosperidad. (Bio Bio)
Jorge G. Guzmán
Académico y exdiplomático



