La mujer en la cárcel

La mujer en la cárcel

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En el debate sobre seguridad que agita las candidaturas presidenciales afloran distintas propuestas de política pública para enfrentar la delincuencia. Destacan la prevención y la reinserción.

La primera se refiere a impedir el delito, para lo cual son fundamentales las políticas sociales que hagan posible que las personas vivan de manera prosocial; la segunda, que quienes han delinquido puedan integrarse laboral, social y familiarmente.

Entre ambas está la cárcel, ese espacio donde la vida se detiene y el Estado asume la custodia de la persona que ha delinquido, con la obligación de asegurar el respeto a los DD.HH. y garantizar la dignidad y las condiciones de salud y habitabilidad de quienes están bajo su cuidado.

Ese lugar intermedio que afecta principalmente a las poblaciones más vulnerables que han cometido delito es también fundamental a la hora de elaborar políticas públicas respecto de las personas privadas de libertad. Las cárceles están hacinadas, no tienen las condiciones mínimas de higiene. Son lugares donde impera la violencia. La pregunta que corresponde hacerse es, ¿qué función cumple de hecho el encarcelamiento? ¿A quiénes afecta más? ¿Qué ventajas o daños produce para las personas encarceladas o para la sociedad misma?

Es ineludible responder poniendo la mirada en las mujeres. Hay estudios internacionales que acreditan que el perjuicio que causa la cárcel en las mujeres es mayor que en el caso de los hombres. Una mujer privada de libertad no solo se afecta a sí misma por el empobrecimiento, daño en su salud física y mental, contagio criminógeno y angustia por el abandono de sus hijos —tienen un promedio de 2,8 hijos—, sino que su prisión tiene una enorme replicabilidad social. La ausencia de la madre —las mujeres privadas de libertad son en su gran mayoría jefas de hogar— produce un daño irreparable en la condición de los hijos que, carentes de afectividad y de cuidado, quedan a merced de grupos callejeros que les otorgan identidad y pertenencia a cambio de integrarse, por ejemplo, a la delincuencia y al crimen organizado.

No se trata de evitar el cumplimiento de una pena. Sí de poner en contexto los efectos de las políticas punitivas.

Recientemente, Comunidad Mujer y el Ministerio de Hacienda divulgaron un estudio que confirma datos preexistentes. Dos tercios de las labores de cuidado doméstico no remunerado recaen sobre las mujeres, aún más en los sectores socioeconómicos menos favorecidos. Las madres y las abuelas son quienes cumplen de preferencia esos roles. La cárcel no está en condición de ofrecer los cuidados que produce el deterioro sobre su condición en reclusión.

Enfrentar con urgencia la crisis de seguridad exige tomar decisiones que favorezcan la vida familiar e impidan la reproducción del delito. Ello requiere evaluar el cambio de prisión efectiva por arresto domiciliario o por libertad vigilada para quienes tienen más de 70 años y no representan un peligro para la sociedad o han cometido delitos menores. Lo mismo debiera aplicarse a las mujeres embarazadas o con niños o niñas menores de 2 años. Para ellas se ingresó al Congreso, en 2017, la llamada “ley Sayén”, que propone que cumplan su pena en prisión domiciliaria o libertad vigilada sin que, a pesar de su urgencia, reciba aún la debida atención de parte de los parlamentarios.

En lugar de propuestas grandilocuentes, algunas por cierto necesarias, como construir más cárceles, es necesario promulgar leyes que protejan la maternidad. Permitir a las madres y abuelas ejercer las labores de cuidado que la sociedad y la cultura les han asignado, en lugar de vegetar en una cárcel, contribuiría a disminuir el hacinamiento carcelario y ahorrar, aproximadamente, un millón de pesos mensuales por persona privada de libertad al Estado. Lo anterior, además de ser un aporte a la cohesión social, seguramente tendría un efecto positivo en que menos jóvenes ingresen en el delito.

Llegó la hora de tomar medidas ante una situación que clama al cielo. Es urgente aliviar la carga penitenciaria y promulgar las leyes que favorecen la maternidad y las labores de cuidado familiar que ejercen también las mujeres mayores. (El Mercurio)

Ana María Stuven