Una de las opiniones que más frecuentemente se escuchan en los días que corren, es que sufrimos una devastadora polarización política. La afirmación merece mucha reflexión y algunos recuerdos.
Comienzo por estos últimos. Probablemente la mayoría de quienes hablan de “polarización” son suficientemente jóvenes como para no haber vivido momentos de verdadera polarización. Yo, para mi buena o mala suerte, no tengo ese problema y puedo recordar que la primera vez que participé en una elección presidencial en calidad de elector, el Presidente electo fue Salvador Allende. Quienes votamos por él en aquella oportunidad, votamos de manera consciente no sólo por otro Presidente de la República sino por un cambio de sistema político y económico en Chile: como rezaba el programa de nuestro candidato, votamos por “reemplazar la actual estructura económica, terminando con el poder del capital monopolista nacional y extranjero y del latifundio, para iniciar la construcción del socialismo”. Los candidatos que se enfrentaron al nuestro, aun con matices, estaban en una posición diametralmente opuesta a la nuestra. Para decirlo en breve, nosotros éramos conscientes de que queríamos acabar con su mundo y ellos eran conscientes de que eso era lo que nosotros perseguíamos y, en consecuencia, estaban dispuestos a hacer todo lo que estuviese a su alcance por impedírnoslo. Esa, sin duda, era una situación de polarización y los años que siguieron no hicieron más que agudizarla hasta su trágico desenlace.
Giovanni Sartori, que es citado a menudo en relación con la polarización política, introdujo el concepto “pluralismo polarizado” en su obra Partidos y Sistemas de Partidos de 1976. Este concepto describe un sistema de partidos en que la polarización tiene un origen ideológico y posiciones antisistema están presentes entre los partidos relevantes. Esa situación genera una “competencia centrífuga” en la que los partidos tienden a alejarse del centro.
La definición de Sartori parece escrita para describir el Chile que he recordado. Entonces las ideologías -y los programas en que ellas se traducían- se situaban en las antípodas del pensamiento y la acción política. Y no sólo de la acción política en sus sedes naturales (el gobierno, el parlamento o el discurso público) sino que penetraban en las familias, destruyéndolas, como destruían amistades y llevaban las relaciones sociales a extremos que hacían de la violencia “política” un fenómeno cotidiano.
Por contraste, sólo algunos elementos de lo que ocurre hoy en Chile calzan con esa definición. Es verdad que existen divergencias ideológicas y que en la política práctica han predominado hasta ahora las tendencias centrífugas. Sin embargo -y exceptúo de esta revisión al profesor Artés, cuya postulación y programa presidencial entiendo como un melancólico ejercicio testimonial, no como una oferta que el electorado deba tomarse en serio- hoy ningún programa presidencial se plantea contrario al capitalismo y ninguno se declara enemigo de la democracia liberal como sistema político. Al mismo tiempo, todos los programas muestran una semejanza de propósitos que no parece inquietar mayormente a las candidaturas. No es difícil encontrar en ellos los objetivos comunes de solucionar el problema de la seguridad pública, buscar canales para el desarrollo económico, resolver las situaciones críticas en las áreas de la salud y la educación y poner término a la inmigración considerada como problema.
Cuando se hace ver esta posible paradoja, la respuesta desde las candidaturas es que las diferencias se encuentran en algunas (no en todas) de las soluciones propuestas para esos problemas. Y desde luego no cabe más que admitir que ello es muy cierto, aunque se podría agregar “faltaría más”, porque eso justamente, la decisión entre distintas proposiciones de solución a los problemas de la ciudadanía, es parte de la esencia de la democracia liberal.
Quizás lo que caracterice mejor a nuestra situación actual sea el concepto “polarización afectiva”, que han desarrollado otros autores para referirse al favoritismo hacia el grupo propio y la animosidad hacia otros grupos. Un concepto muy relacionado con el de “polarización relacional” que se refiere más bien a la distancia que puede llegar a establecerse entre quienes tienen opiniones distintas. Cualquiera de esos conceptos podría describir lo que vivimos hoy, una posibilidad que se ve exacerbada por el lenguaje ríspido y, para decirlo francamente, por la mala educación que exhibimos a veces los chilenos cuando nos emocionamos.
Pero es eso, mala educación, aprovechamiento de las circunstancias para propinar golpes bajos al rival y no, en un sentido estricto, una polarización política que ponga en jaque a nuestra democracia. Nadie hoy en Chile -a menos, claro, que esté utilizando la imagen como instrumento de propaganda- tiene razones para creer que su existencia vital o social esté puesta en riesgo por el programa de alguna de las candidaturas que se enfrentan en esta elección. Algo que muchos y muchas llegaron a creer y sentir hace poco más de medio siglo atrás.
Y el resultado electoral, en cualquiera de los pronósticos que hoy se dan a conocer, tampoco hace vaticinar una situación de confrontación sin solución para nuestro futuro. Todos esos pronósticos indican que los extremos hacia la derecha y hacia la izquierda del espectro político -y para que nadie se ofenda aclaro que no quiero decir con ello “extremistas”-, los partidos Republicano, Nacional Libertario y Social Cristiano de una parte y Comunista y Frente Amplio de otra, obtendrán alrededor de treinta diputados cada uno. Ello suma alrededor de sesenta diputados, lo que permite concluir que una mayoría de alrededor de noventa diputados que no se sitúan en los extremos sino en el centro de ese espectro político, podrán ser los administradores del equilibrio y las buenas decisiones, aunque, claro, la calidad o la falta de calidad de los protagonistas siempre hará posible la eventualidad de una confrontación estéril.
En esas condiciones, elegir la opción presidencial de uno de los extremos si bien probablemente no va a añadir más polarización que la que hoy se expresa en la diatriba y la zancadilla, sí puede ser el asfalto que pavimente el camino a la esterilidad política. Porque esas minorías que hoy ocupan los extremos de nuestra política son las menos indicadas para formar las mayorías que se requieren para gobernar.
Así, la situación que podrá contribuir a crear nuestro voto no será una de vida o muerte como ocurrió otrora entre nosotros, aunque sí va a ser decisiva para sacarnos o mantenernos en la impotencia y la mediocridad en que estamos ahora. (El Líbero)
Álvaro Briones



