Convicciones y la posibilidad de cambiarlas

Convicciones y la posibilidad de cambiarlas

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Hace una semana utilicé este espacio de opinión para alegar a favor de no cancelar o desacreditar los esfuerzos por proporcionar información sobre sus seres queridos a los deudos de personas desaparecidas durante la dictadura militar. El alegato resultaba pertinente toda vez que las instituciones creadas a ese efecto comenzaban a ser objeto de críticas a raíz de la aparición con vida de una de esas personas. Intenté fundar mi alegato en la evidencia irrefutable de esas desapariciones, aun cuando entre el cúmulo de casos presentados fuese posible encontrar más de un error puntual.

Para respaldar la idea del carácter irrefutable de la evidencia histórica utilicé como ejemplo los casos de la dictadura cubana y de la dictadura militar en Chile, exponiendo que no obstante sus orígenes diversos y sus diferentes vocaciones políticas e ideológicas, los sistemas políticos que habían estructurado resultaban imposibles de ser encuadrados dentro de los marcos de la democracia liberal, lo que en consecuencia permitía conceptualizar a ambas -reitero, no obstante sus diferencias- como dictaduras.

Fue este recurso argumental el que mereció más reparos entre algunas de las personas que tuvieron la paciencia de leer mi texto. La comparación entre ambas dictaduras a algunos les parecía injusta, abusiva o indebida, aun cuando estuvieran dispuestos a reconocer que ninguno de los dos regímenes políticos calificaba como democracia.

Ese diálogo podría haber sido uno más de los que llevan a recordar las palabras de Mario Vargas Llosa en su conversatorio con Axel Kaiser en mayo de 2018, cuando no aceptó la relativización que éste hacía de la dictadura chilena señalándole “…no la acepto, porque parte de una cierta toma de posición previa: que hay dictaduras buenas o que hay dictaduras menos malas. No, las dictaduras son todas malas”. En esa oportunidad agregó: “Algunas [dictaduras] pueden traer unos beneficios económicos a algunos sectores, pero el precio que se paga por eso es intolerable e inaceptable”. Sin embargo esas palabras no son suficientes como argumento, en este caso, porque lo cierto es que entre las personas que plantearon su crítica a mi punto de vista había quienes basaban su propia opinión no en el hecho que la dictadura militar chilena fuera diferente a la cubana o en la posibilidad de que hubiese implementado políticas positivas para la economía nacional, sino más bien en la certeza de que una acción tan fuera de las normas de una democracia liberal como un golpe militar o la ausencia de libertades básicas o la perpetración de crímenes punibles, no sólo son justificables si tienen como origen una causa justa, sino que eximen a ese régimen de ser catalogado como dictadura y convierten su homologación con la dictadura cubana en algo mezquino y no objetivo según alguno o que simplemente le restaba seriedad al artículo de acuerdo a alguien más magnánimo.

Ese fundamento para la no aceptación de mi argumento es uno que únicamente encuentra asidero en una comprensión de las cosas que sólo admite verdades absolutas. Una que ignora evidencias históricas o no acepta la verificación de esa verdad sometiéndola a examen. En este caso, que no acepta la verificación de la naturaleza de la dictadura militar chilena por la vía de su comparación con las características universalmente aceptadas de una democracia liberal (separación de poderes, elección de autoridades, entre otras).

Karl Popper, que con justicia es reconocido como un gran teórico del liberalismo, fue esencialmente un filósofo de la ciencia y, en ese rol, desarrolló la teoría de la “falsación” (en sus palabras “racionalismo crítico”). Ésta se basa, en la convicción de Popper, en que nunca se puede saber cuándo nuestro conocimiento es cierto y por ello la verdad científica es tal sólo en la medida que no puede ser refutada o demostrada falsa. Es ciencia, en consecuencia, en la medida en que se somete al riesgo de esa “falsación” y no es ciencia aquella que no se somete a ese escrutinio protegiéndose con explicaciones nacidas de la misma verdad que teme ser “falsada”.

La teoría de la ciencia de Popper es una verdadera paráfrasis de su teoría de la “sociedad abierta” en la que condensó su pensamiento liberal. En algún momento del desarrollo de la humanidad, señala Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos”, surgió el pensamiento crítico, el racionalismo, que permitió que el saber dejara de ser mágico y que la única verdad dejara de ser aquella que proveía la religión, así como que el individuo dejara de ser un ente colectivo y se fundara una cultura de la libertad que rechaza las verdades absolutas y los autoritarismos. Que tuviera lugar, en suma, la sociedad abierta. Una sociedad abierta, para el pensamiento liberal de Popper, es, en consecuencia, el producto de la racionalidad, es esencialmente crítica y abierta a la falsación de todas las hipótesis, grandes o pequeñas, que los seres humanos puedan levantar acerca de su propia existencia.

Si le concedemos algún crédito al planteamiento de Popper, la posibilidad del diálogo y la mutua comprensión de las cosas, o para ser más claro, la posibilidad de llegar a una comprensión común de las cosas radica en la posibilidad de que las ideas y las verdades que esas ideas conciben puedan ser sometidas al escrutinio de un debate honesto, esto es abierto a la posibilidad de que su falsedad pueda ser demostrada o su insuficiencia pueda ser complementada con otras ideas. De otra manera el diálogo es substituido por monólogos que simulan conversar. Algo en lo que incurrió, quizás sin darse cuenta, una de las personas que objetaban mi punto de vista: “no vale la pena seguir discutiendo con un ciego que no quiere ver”, dijo, cuando en realidad lo que me reprochaba era mi renuencia a no aceptar su verdad.

Es posible que yo esté equivocado en mis convicciones de este momento, aunque todavía estoy convencido de ellas. También creo que quienes se han acercado a mí para criticar mis palabras están convencidos de las suyas, aunque espero que admitan la posibilidad de estar equivocados. Esa es la realidad de nuestro país, un conglomerado de individuos con diferentes concepciones y convicciones que dialogan entre sí. Lo que importa es que ese diálogo, que llamamos democracia, perdure y, para ello, es preciso que concurramos a él dispuestos a aceptar verdades que nos sean comunes, como en el caso que motiva esta reflexión, una concepción universalmente aceptada de democracia liberal. Esa o alguna otra que se quiera proponer. Si lográramos llegar a ese diálogo aceptando la evidencia o ciertos conceptos básicos, es posible que eludamos aquello que Jorge Luis Borges advirtió en su conferencia “El culto de los libros” (1951): “Toda fe absoluta lleva en sí el germen de la intolerancia; creer que se posee la verdad es ya un comienzo de fanatismo.”

Y todos sabemos a dónde han conducido los fanatismos en la historia de la humanidad. (El Líbero)

Álvaro Briones