Editorial NP: Votar por las libertades

Editorial NP: Votar por las libertades

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La democracia, en su sentido etimológico, es un método para elegir gobernantes. Sin embargo, la historia enseña que expresar la opinión a través del voto no basta para que quienes gobiernan representen efectivamente al “demos” y sus componentes. La democracia liberal -esa compleja estructura nacida y desarrollada por el pensamiento ilustrado- es mucho más que votaciones periódicas, secretas e informadas: es un sistema que la ley protege y que sitúa los derechos individuales y la limitación de los poderes en el centro de la ecuación política para una sana convivencia social.

Su superior fortaleza reside en la separación tripartita de poderes diseñada por Montesquieu, buscando evitar errores o abusos del poder monárquico que concentraba en sí mismo la justicia, la ley y la ejecución. El liberalismo así definido va tras una tregua perpetua entre el poder político (Ejecutivo), el poder normativo (Legislativo) y el poder garante (Judicial). Ninguno debe ser absoluto, y cada uno opera como un contrapeso necesario del otro.

Esta arquitectura institucional, complementada por una economía y prensa libre y la autonomía de instituciones técnicas y económicas, como los bancos centrales o contralorías, garantiza que el gobierno está sometido a la ley y no a la voluntad caprichosa de un líder o mayoría circunstancial. El entramado social así dispuesto asegura la previsibilidad y certeza jurídica, esenciales tanto para la justicia, como para el desarrollo económico sostenible.

Pero a pesar de sus virtudes, la democracia liberal enfrenta hoy una crisis global de legitimidad. En efecto, sus principales debilidades radican en su inherente lentitud burocrática para resolver necesidades en sociedades abundantes pero acosadas por lo instantáneo. Los acuerdos entre iguales ante la ley pero desiguales por naturaleza son difíciles y, en consecuencia, su dificultad para ofrecer soluciones rápidas a problemas complejos como esa desigualdad económica que ofende, u opresiones que pueden sufrir subjetividades de grupos minoritarios ante el mainstream cultural del momento, la debilita.

Esta colisión de intereses, natural en un sistema de libertades con pesos y contrapesos, suele ser bien resuelta en momentos en los que los liderazgos democráticos gozan de buena salud y alta legitimidad. Pero en tiempos de desequilibrios de poderes o lucha por aquellos, este choque bien puede ser explotado por el populismo y los salvadores iliberales. Entonces, los ciudadanos, frustrados por las denuncias de una prensa libre que revela periódicamente las miserias de los acuerdos de elites, su desliz hacia corruptelas y componendas, seguidas de esa lenta ineficacia legislativa percibida, torna susceptibles a los ciudadanos a aquellas narrativas que prometen soluciones inmediatas a cambio de sacrificar libertades y eliminar molestas normativas y restricciones institucionales entregando así cada vez mayor poder al macho conductor alfa.

Emergen así las democracias iliberales, las autoritarias y las populares. Como se ha podido ver a lo largo del siglo XX y XXI, estas no eliminan las votaciones, pero las vacían de contenido. Mantienen la cáscara del sufragio democrático, pero no lo respetan y van desmantelando progresivamente las salvaguardas liberales contra los abusos del poder: cooptan y constriñen la independencia judicial, van clausurando la libertad de prensa y abandonan por ineficientes los derechos de las minorías. El poder, en lugar de dispersarse, comienza a concentrarse en el Ejecutivo. Y para sostener su legitimidad, el discurso se torna aún más simple: el líder o el partido gobernante es equivalente a la «voluntad del pueblo» y, por tanto, cualquier persona, grupo o institución que se le oponga es automáticamente calificado enemigo del pueblo, traidor a la patria o corrupto. Esta paulatina concentración de poderes culmina en una deriva francamente dictatorial como se ha podido constatar en múltiples casos recientes de naciones atacadas por el populismo en diversos puntos del orbe.

En un régimen liberal, los poderes son como las tres patas de un taburete. Si el poder político (Ejecutivo) logra someter al poder jurídico (Tribunales y Fiscalías) y al poder económico (controlando empresas clave o socavando la estabilidad legal para las inversiones), el equilibrio se quiebra. La independencia judicial es silenciada, el poder Legislativo se convierte en caja de resonancia del Ejecutivo y las libertades civiles se erosionan bajo el manto de una supuesta «democracia mayoritaria», “popular” o “autoritaria”.

La lección histórica es clara: sostener una democracia liberal no es nada simple. Menos aún en períodos de crisis económica, habituales como resultado de los continuos cambios en las formas de producir bienes y servicios; o a raíz de las crisis periódicas del capitalismo, modo de producción y distribución ampliamente repudiado, pero, a la vez, el más productivo de la historia del hombre y el que mejor combina, en su esencia, con la democracia liberal. La defensa de la democracia y el libre mercado debería ser, pues, indelegable, dado que es, hasta ahora, el único modelo surgido con el propósito expreso de proteger los derechos de cada persona por sobre, incluso, los intereses del propio Estado, un concepto cuya esencia es la libertad de la persona como valor central de la vida digna, tan ajena a la esclavitud y/o el abuso de poder.

Las próximas elecciones presidenciales en Chile parecieran producirse en un espacio en el que el valor de la libertad y la propia democracia liberal no estarían en juego. Sin embargo, algo similar hizo saber la actual administración cuando, tras el trágico 18-O y el primer plebiscito constitucional, apoyó aquella propuesta de carta magna que dividía el territorio nacional por etnias, rearticulaba el poder judicial, reorganizaba el poder legislativo y creaba una estructura estatal con la que difícilmente se podría haber convivido sin violar derechos individuales y de la cual dificultosamente se podría haber salido sin recurrir a la violencia. La sabiduría ciudadana impidió que aquella -y luego el segundo experimento opuesto- pusieran término a la democracia liberal que no solo costó una previa y luctuosa revolución el siglo pasado, sino que posibilitó el más relevante y dinámico momento de desarrollo nacional, social, económico, político y cultural de los últimos 200 años del país.

Votar en noviembre debiera entenderse, entonces, principalmente como un acto de defensa de la democracia liberal, aunque la afirmación solo pueda considerarse válida y honesta si se acompaña de la convicción -y promesa- de sus protagonistas de que la protegerán con vigor desde el Ejecutivo, cuidando la autonomía del poder judicial y el legislativo, el pluralismo y diversidad mediática, partidista, gremial y sindical y la estabilidad de las reglas económicas, en particular el derecho de propiedad y un valor estable de la moneda. Son todos estos los muros de contención que separan un sistema que, como señalara W.S. Churchill “es el peor de los sistemas, con excepción de todos los demás”; que es perfectible, pero libre, aunque amenazado por las tentaciones del populismo y el autoritarismo iliberal en ciernes -de izquierda o derecha- en el que el poder político, con esteroides, pronto torna en tiranía.

La elección no es, pues, simplemente votar en la búsqueda de superar problemas de seguridad, empleo, salud, educación o previsión que aquejan hoy a millones de ciudadanos, llevando a La Moneda y al Congreso a quienes sirvan a tales objetivos, eligiendo la eficiencia por sobre la burocracia y la lentitud, sino, especialmente, porque es un deber de cada uno asegurar con su voto y en sus propios entornos la libertad que el equilibrio de los poderes permite, combatiendo sin pausa la opresión que proviene de aquella persistente tentación humana de acumular y concentrar poder. (NP)