La UDI, a propósito de las palabras del ministro Montes —en las que denunciaba, algo ambiguamente, que personas vinculadas a la toma estaban en el comando de Jara junto a funcionarios del ministerio—, anunció que solicitaría a la Contraloría indagar la legalidad de los hechos declarados por el ministro.
¿Es razonable eso?
Una de las características de Chile es el legalismo que lo caracteriza y el papel que le cabe a la Contraloría en ello. Este aspecto ha sido destacado en múltiples trabajos académicos, basta recordar los de Julio Faúndez (Democratización, desarrollo y legalidad, 2011) y Patricio Silva (La república virtuosa, 2018). En ambos se sostiene que buena parte de las virtudes o del civismo chileno, una excepción en Latinoamérica, se debería al papel que cumple la Contraloría.
Y tienen razón.
Pero todo lo virtuoso se puede desquiciar y transformarse en vicio cuando se lo deforma y se lo emplea mal. En esos casos, el resultado es que una institución virtuosa se acaba banalizando, transformada en un mecanismo para despertar sospechas o ajizar conflictos que son propios de las campañas e inevitables. Y eso es lo que arriesga esta iniciativa de la UDI, que se suma a otras cada vez más frecuentes el último tiempo. En este caso, a la Contraloría se la instituirá inevitablemente como el árbitro de un conflicto menor y obvio (¿o alguien piensa que un funcionario público por ser tal no puede, fuera de su quehacer y de su deber laboral, participar de la política?); pero ha habido otros en que se ha pretendido, luego de describir a la administración pública como una suma de pícaros y estafadores de poca monta, que sea Dorothy Pérez, la contralora, quien como la última reserva del Estado ponga atajo a lo que se estima son abusos generalizados, prácticas de timo (así se las presenta) instaladas en el corazón del Estado.
Como es fácil advertir, se estropea y se irrespeta a la Contraloría cuando a la menor discrepancia o incidente —que en una democracia deben estar entregados al escrutinio de la prensa y el juicio de la opinión pública— se recurre a ella, como si la tarea de la Contraloría fuera ser el árbitro de cualquier conflicto y el pretexto ideal para hacer de cualquier cosa, incluso menor, un escándalo de proporciones mayúsculas.
Las sociedades, enseña la sociología del derecho, no están bien cuando todo se judicializa, cuando el menor conflicto, discrepancia o rencilla, se espera que sea resuelto por tribunales de justicia. Cuando algo así ocurre es que las reglas informales, las lealtades mudas que forman parte de la sociabilidad, entre las que se cuentan los mecanismos informales de la política (entre los que están los conflictos que se entregan a la prensa y al juicio de la opinión pública o al autocontrol de las corporaciones políticas), no funcionan y entonces todo se vuelve un asunto jurídico.
Juridificar la vida (quizá en este caso valga inventar un neologismo, “contralorizar” la política y la vida social), en vez de mostrar que las instituciones funcionan, puede ser un camino que contribuya a que ellas no funcionen, que a costa de mal emplearlas y banalizarlas, y sacarlas a colación como una forma de combatir en la política cotidiana, se deterioren poco a poco, hasta que “recurrir a la Contraloría” cause tanta risa e importe tan poco como el anuncio de “presentar querellas” para encubrir o distraer de la propia incompetencia. (El Mercurio)
Carlos Peña



