La voz de la Iglesia en el debate público-Roberto Astaburuaga

La voz de la Iglesia en el debate público-Roberto Astaburuaga

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En su columna del jueves pasado, Sofía Salas repite un viejo dogma del liberalismo: la Iglesia no debe “imponer sus creencias” y, en el debate público, solo puede hablar con “argumentos racionales”.

El punto tiene algo de verdad. Santo Tomás de Aquino enseña que, para persuadir a quien no acepta lo divino, hay que recurrir a principios comunes de razón natural. Pero Tomás jamás dijo que la Iglesia deba callar su fe. Una cosa es el arte de persuadir, otra muy distinta es el deber de dar testimonio. El sofisma radica en disfrazar el laicismo racionalista como legítima crítica al fideísmo. La táctica es clara: la Iglesia es bienvenida en el foro mientras deje de ser Iglesia.

El laicismo exige que la Iglesia no moleste y se limite a “persuadir” con razones neutras, olvidando lo obvio: nada persuade más que el testimonio fiel. Es el argumento que se encarna, la palabra que se hace carne. Al renunciar al testimonio, se renuncia también a persuadir. Digamos la verdad sin rodeos: “Iglesia, exprésate igual que el resto, Chile es un Estado laico”, lo que en traducción simultánea significa: “no digas nada”.

Así se termina aceptando una Iglesia reducida a un seminario de lógica formal. Una Iglesia con tiza y pizarrón, pero sin altar ni sagrario; un profesor simpático que presenta silogismos “neutros” y luego abandona la sala para no incomodar. Lo que Salas presenta como “sana laicidad” es, en realidad, laicismo ideológico: la pretensión de que solo ciertas voces pueden hablar con todas sus convicciones, mientras a las demás se les exige mutilarlas. Se nos pide a los creyentes dejar la fe en la puerta del foro público, como quien se saca los zapatos al entrar en casa ajena. Pero el espacio público también es nuestra casa.

La ideología liberal que destila la columna de Salas es, en el fondo, una religión que exige fe en su dogma de “neutralidad”. Porque la fe más supersticiosa hoy no es la del campesino que se arrodilla en una ermita, sino la del ciudadano burgués que reza al evangelio del desinfectante: jura que no tiene fe, mientras lleva un frasco de alcohol gel en el cerebro. La ironía es evidente: quienes piden excluir la fe del debate público lo hacen movidos, ellos mismos, por convicciones que trascienden la pura razón. Fe en el progreso, fe en la autonomía, fe en la neutralidad imposible, fe en que hablan sin agenda. Prohíben a la Iglesia hacer lo que ellos practican sin cesar.

Esa confianza ciega en un liberalismo clínicamente aséptico, que promete neutralidad mientras exige devoción absoluta a su vacío, es la más ideológica de las imposiciones. Se presenta como plenitud cívica, pero no pasa de suero envenenado: mata el alma y esteriliza toda posibilidad de vida virtuosa en común, limitando el horizonte a la inmanencia e higiene -tan alegre, tan pulcra, tan neutra…- de un cementerio.

Reducir la voz de la Iglesia a un manual de ética civil es tan absurdo como pedirle a un médico que solo diagnostique, pero nunca recete; o invitar a un poeta a recitar, pero prohibiéndole la metáfora porque “no todos creen en la belleza”. Callar las razones de fe no es neutralidad, es censura. Y se nos presenta como pluralismo lo que, en realidad, es un monólogo obligatorio.

La concesión liberal que se nos ofrece -ese metro cuadrado delimitado por la sola razón natural- obliga a la Iglesia a disfrazarse de cátedra neutral, exigiéndole de facto (y de iure, no seamos ingenuos) renegar de lo que es. Si la Iglesia renunciara a esa misión, sería infiel a sí misma. Sería como un faro que apaga la luz para no ofender a los marineros que prefieren navegar a oscuras. Pedir a la Iglesia que no sea Iglesia es como permitir que un árbol esté en la plaza con tal de que no dé sombra. Muy tolerante.

Más aún, el silencio mundanizado que algunos quisieran imponer a la Iglesia no repara en su consecuencia inmediata: la clausura del misterio y, con ella, el aburrimiento. La razón emancipada del asombro se convierte en racionalismo: no canta, grita; no abre, encierra. Como advirtió Chesterton, la esfera perfecta del racionalista es impecable y sin fisuras, pero también sin ventanas. El loco no carece de razón -decía en Ortodoxia-: tiene solo razón, y nada más.

Por eso el racionalismo es, en esencia, un somnífero. Con discursos largos y bostezos solemnes, reduce la vida a planilla Excel. Creyó que matando al misterio conquistaba el mundo; lo único que conquistó fue el tedio. Y cuando un aburrido tiene poder, se vuelve más peligroso que un loco con cuchillo: la historia lo demuestra con guillotinas, gulags, hornos de Auschwitz y clínicas eugenésicas o abortistas, todas justificadas con lógica impecable.

La cruz, en cambio, no es una esfera perfecta sino una paradoja viva: un palo que interrumpe otro palo, figura que se abre hacia los cuatro vientos y siempre expande la mirada. Mientras la razón sola termina encerrándose en sí misma, la razón acompañada por la fe florece en sabiduría. Lo más irracional es pretender ser pura razón. Lo más lógico, al final, es arrodillarse.

El cristianismo no aburre porque no clausura nada: allí siempre hay paradoja, fiesta, don. La fe introduce en el debate público palabras y paradojas insoportables para el manual racionalista: gracia, pecado, salvación, ángeles y demonios, misericordia; felices los que lloran, los pobres, los hambrientos y los perseguidos, quien pierde su vida la encuentra. Son expresiones que devuelven a la política su dignidad de servicio al hombre real, con hambre y esperanza reales. Expulsar esas verdades no es neutralidad, sino manipulación.

Un discurso racionalista puede inflar el pecho con “valores” -esa palabra tan superflua que sirve para todo y para nada-, pero, como recordó León XIV, valores sin Cristo son globos desinflados: flotan un rato en los cumpleaños infantiles, pero no cambian el mundo.

Y solo la Iglesia cambia el mundo. No fue instituida para recitar eslóganes dulzones bajo la indulgente permisión laicista, el engaño liberal y el soporífero techo del racionalismo, sino para anunciar a Cristo vivo y procurar que su Reino eche raíces: en los corazones, en las leyes, en las escuelas y en el hogar, todo en perfecta armonía con la razón natural, pero sin limitarse a ella, curando y elevando nuestra miserable naturaleza a punta de paradojas y misterios insondables que arrancan carcajadas. Esa es la Iglesia. Esa es su misión. Ese es su derecho. Ese es su irrenunciable deber. (El Líbero)

Roberto Astaburuaga