Empantanado. Así comenzó el curioso debate presidencial con los ocho candidatos que por primera vez compartían un set de televisión. Porque no hay dos opiniones respecto de la tóxica disputa inicial que giró en torno a una artificial polémica acerca de un puñado de bots, que pasó a ser el tema central de los primeros minutos, los mismos que probablemente logran captar más atención e interés de todo debate. Una mala primera impresión.
Lo más llamativo fue que, en lugar de desestimar la temática —como si los problemas reales de los chilenos se circunscribieran a lo que comentan cinco francotiradores anónimos en el submundo de Twitter—, los candidatos que lideran los sondeos se entramparon en ese espeso fango.
El clima de tensión fue tal entre Kast y Jara, que el resto de los candidatos se vio algo descolocado y costó bastantes minutos retomar un flujo de intercambio medianamente razonable.
Luego, los roles comenzaron a definirse. Llamativamente, el candidato que dio el primer golpe a la candidata de la continuidad, Jeannette Jara, fue Marco Enríquez-Ominami, quien, con su locuacidad característica, sacó al pizarrón la mala gestión de la actual administración en reiteradas ocasiones. Nadie sabe para quién trabaja.
La candidata del oficialismo, Jeannette Jara, fue probablemente la gran perdedora. No logró soportar las punzantes embestidas de MEO, Kaiser y Kast. No respondió las preguntas respecto de su discreta herencia en materia de generación de empleos como ministra del Trabajo, tampoco logró resolver bien si defendía o se disociaba del Gobierno, y fue incapaz de sacar a relucir con efectividad los hitos —malos para la economía, pero populares para una porción del electorado— que la apuntalaron como abanderada presidencial: su origen popular, la aprobación de las 40 horas y el alza en el salario mínimo.
A Kast le costó recomponerse tras su primera intervención. Probablemente sintió el peso de ser el frontrunner de la contienda, quien efectivamente tenía más que arriesgar y perder. Sin embargo, tras largos minutos logró calibrar un tono adecuado a la hora de hablar de temáticas como seguridad, inmigración y empleo. Su participación fue de menos a más, pero, teniendo la oportunidad de consolidar su posicionamiento como líder fuerte de la oposición, no logró sellar de manera definitiva su condición de favorito.
Matthei, por su parte, se mostró sobria, tranquila, pero quizás arriesgó poco. El paso en falso de Kast en su inicio le abrió una ventana de oportunidad importante que pudo capitalizar mejor. De todos modos, sumó, logrando proyectar seriedad y capacidad. La pregunta es: ¿será suficiente para desatar una remontada que le permita ir a la caza de Kast?
Kaiser, en su registro, tuvo una buena performance. Fue el más incisivo contra el Gobierno desde el frente opositor, el que mejor conectó con el anhelo popular en materias como inmigración y delincuencia. Mostró fuerza y nunca perdió los estribos.
Parisi, en código ciudadano, abordó en su tono característico —por sobre la izquierda y la derecha— temáticas de primera prioridad para los chilenos. Siempre con una aproximación de soluciones simples a problemas difíciles, fue hábil a la hora de hacer menciones permanentes a la zona norte, donde históricamente ha concentrado su mayor votación, y en indicar que no está solo, sino que lo acompañará una batería de candidatos del PDG al Parlamento. Aunque su gran talón de Aquiles es la credibilidad que proyecta.
Artés es un personaje, a estas alturas, anecdótico. Nadie lo interpela, por descabellados que sean sus planteamientos, porque nadie lo toma realmente en serio. Es usado permanentemente por los candidatos como un comodín para congraciarse con el mundo docente, dada su condición de “profesor”.
Harold Mayne-Nicholls no logró ser un player relevante en el intercambio. Su posición de “extremo centro” parece extemporánea y no logra despertar gran interés ni pasiones en un momento país que demanda definiciones más sustantivas.
Como saldo final, el debate trajo poca inspiración: nadie logró imponerse con claridad y todos parecieron más preocupados de no perder que de conquistar nuevas adhesiones. El errático inicio dejó la sensación de que la política sigue girando en torno a rencillas menores, mientras las preocupaciones centrales de los ciudadanos solo encontraron espacio con rezago. A falta de un gran relato convincente y de un golpe de timón que marque diferencias, lo que vimos fue un debate de suma cero: los candidatos volvieron al punto de partida y la ciudadanía quedó en compás de espera de —esperemos— un segundo mejor debate. (Ex Antes)
Jorge Ramírez



