La delincuencia y el crimen organizado, cuyas alevosas acciones tienen la más amplia difusión en los medios de comunicación -sobre todo en la televisión abierta-, han infundido un inédito y justificado temor en los chilenos, uno que predomina actualmente por sobre cualquier otro sentimiento entre nosotros. Ninguno se le compara como un factor capaz de impulsar a la acción al sistema político, ni siquiera el de la larga espera de los pacientes, por meses y hasta por años, para tratarse una enfermedad grave en los hospitales públicos.
El problema es que el miedo cerval es de los sentimientos más instintivos que podemos padecer los seres humanos. Ante el temor a ser asaltados, a ser heridos o, peor todavía, a perder la vida a la vuelta de la esquina, se suspende el raciocinio y la racionalidad es relegada en favor de la reacción instintiva que se asocia a lo más elemental de nuestra existencia: la sobrevivencia.
¿Puede haber un contexto más desfavorable que este para el normal funcionamiento de la democracia liberal, un régimen político que se asienta inextricablemente en la razón? Esta es, vaya paradoja, su mayor fragilidad: cuando la emocionalidad del temor se apodera de los ciudadanos y la razón es desatendida, la democracia se vuelve morosa -cuando no negligente- para una mayoría temerosa, que de pronto la siente inerme para hacer frente a la delincuencia rampante.
La diputada española Cayetana Álvarez de Toledo -que nos visitó hace pocos días- planteó crudamente el dilema que enfrenta la democracia liberal -no sólo en Chile-: ¿deberíamos sacrificar la libertad que nos garantiza la democracia -y el estado de derecho que le es consustancial- a cambio de la seguridad que supuestamente provee un régimen que la limita o la suspende para alcanzar ese objetivo? ¿Seguridad ciudadana a cambio de mi libertad? En otras palabras, ¿menos democracia y estado de derecho para derrotar al crimen organizado y la delincuencia?
La historia reciente enseña que se trata de un falso dilema. En primer lugar, porque no es necesario restringir la libertad de las personas para garantizar niveles razonables de seguridad ciudadana, como lo muestra la experiencia de numerosos países que gozan ampliamente de ambos bienes sociales. Y, en segundo lugar, porque la seguridad en un régimen autoritario no está garantizada para ningún ciudadano, ni mucho menos para sectores amplios de la población, como se puede comprobar en no pocos casos donde imperan regímenes autoritarios.
Quienes responden positivamente al dilema planteado -esto es, libertad a cambio de seguridad- no parecen apreciar el riesgo que ellos mismos, sus familias o sus amigos, correrían en un régimen autoritario. Cuando el estado de derecho deja de existir, no es posible garantizar la seguridad personal de ningún ciudadano. Lo único que la hace posible es el total sometimiento de la persona a las reglas impuestas, cualesquiera que sean, por el autócrata.
Todavía más, conceder la libertad a cambio de la seguridad no suele tener plazo. Podría durar “toda la vida”, considerando que como norma general el que detenta el poder en un régimen autoritario no enfrenta regla alguna que deba cumplir para dejarlo y traspasarlo a un sucesor elegido democráticamente. Es así que el fin del estado de derecho -y del ejercicio de la libertad por parte de los ciudadanos-, cuando ocurre, suele mantenerse por largo tiempo, cuando no indefinidamente.
Es por todo esto que sólo cabe la defensa acérrima de la democracia liberal, sobre todo cuando se goza de ella como en nuestro caso, incluso si se la aprecia débil para enfrentar eficazmente al crimen organizado y la delincuencia. Esa debilidad puede y debe ser corregida. Nada impide que la democracia liberal se dote de la capacidad suficiente para hacer frente a esos flagelos que ponen en cuestión sus incontrarrestables virtudes. La opción de limitar o suspender el estado de derecho y las libertades a cambio de mejorar la seguridad es un precio elevadísimo que ningún ciudadano debería estar dispuesto a pagar, sobre todo si ello se puede alcanzar -nada lo impide- en un régimen democrático. (El Líbero)
Claudio Hohmann



