La crisis de seguridad que atraviesa Chile, marcada particularmente por la expansión del Tren de Aragua, no puede ser analizada solo como un problema policial o de control fronterizo. Se trata de un desafío estructural -y hasta existencial-, que tensiona tres dimensiones esenciales: la solidez del Estado de Derecho, la moralidad de las personas e instituciones, y las bases mismas del desarrollo integral del país.
El Estado de Derecho es mucho más que un conjunto de normas: es el marco jurídico que articula la vida en común -y la confianza- entre ciudadanos e instituciones. Cuando organizaciones criminales transnacionales logran insertarse en territorios, comunidades y circuitos económicos, el peligro real no está solo en sus delitos -por graves que éstos sean-, sino también en la erosión de la autoridad legítima del Estado. Allí donde éste se ausenta o actúa tarde, otro poder se instala, imponiendo reglas paralelas que socavan abiertamente la cohesión social.
Pero el problema no es únicamente de orden jurídico-institucional; también es moral. La penetración de estas bandas pone a prueba la integridad de funcionarios, autoridades locales, jueces y cuerpos de seguridad. La corrupción actúa degradando a las personas, al tiempo que obra como catalizador del deterioro de las instituciones, debilitando la capacidad de respuesta del Estado y erosionando la fe pública de la ciudadanía. Además, emerge el riesgo latente de que, frente a la amenaza constante de la narco-delincuencia, parte de la sociedad acepte gradualmente que la violencia y el miedo son “normales”; hecho que significa una peligrosa renuncia al ideal de preservar una comunidad política justa.
Otro impacto negativo, a menudo menos discutido, es el económico y social. Ningún proyecto de desarrollo sostenible es posible en un contexto de inseguridad persistente. La criminalidad organizada distorsiona mercados, ahuyenta inversiones, precariza el empleo e impone costos crecientes en protección y justicia. Más aún: al explotar comunidades vulnerables y redes migratorias desreguladas, genera condiciones para acelerar el ciclo de violencia y exclusión que ella misma origina.
Chile enfrenta así un dilema estratégico: o fortalece sus instituciones con visión de largo plazo, o la fragmentación social se consolidará. La respuesta a esta lacra requiere más que operativos policiales y condenas ejemplares. Supone coordinar políticas sistémicas que incluyan seguridad, justicia, educación, integración social y desarrollo territorial. Implica también y, sobre todo, una decisión ética: reafirmar, en la práctica, que ninguna fuerza ajena puede reemplazar la autoridad legítima del Estado en su deber de proteger a todos los ciudadanos por igual.
El desafío no radica únicamente en vencer a entidades criminales; consiste en preservar nuestra propia comunidad política. La defensa del Estado de Derecho, la integridad de las instituciones y la unidad social es un imperativo: estas realidades constituyen el cimiento del orden democrático y son condición imprescindible para que Chile pueda aspirar a un desarrollo humano pleno. (El Líbero)
Álvaro Pezoa



