Trump: cuando la forma hiere, pero el diagnóstico acierta

Trump: cuando la forma hiere, pero el diagnóstico acierta

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Todos conocemos ese personaje que lanza un puñetazo a la mesa y, sin embargo, tiene razón en la advertencia que acaba de hacer. Donald Trump es ese tipo en escala presidencial: un estilista del exceso, egocéntrico, omnipresente, provocador profesional. Nada de esto es un elogio de sus modales. Pero sí una invitación a no confundir gusto estético con juicio político: ¿y si detrás de la fanfarronería hubiera un diagnóstico que Occidente necesita oír, aunque nos caiga antipático el mensajero?

Trump se vende como martillo y lo es. Pero el clavo existe. El trumpismo, con su retórica rugosa, empuja discusiones que una parte del progresismo prefiere sellar con eufemismos: universidades que cancelan, moral pública invertida por el identitarismo, demonización del empresario, burocracias que gastan sin freno, rivales geopolíticos que juegan con reglas sesgadas, fronteras administradas como si la cultura fuese un trámite, y una contabilidad estatal que ya no se disculpa. Si la democracia liberal es, ante todo, un sistema de reglas, la pregunta no es si nos gusta el mensajero sino si su alarma ayuda a reordenar esas reglas.

Tres desconexiones que desordenan todo lo demás:

Occidente padece tres desconexiones -de la verdad, de la virtud y del valor- que luego desarticulan comercio, fronteras, finanzas y seguridad.

La desconexión de la verdad ha provocado que la misión clásica de la universidad -formar carácter y buscar la verdad- haya cedido terreno ante una pedagogía emotivista del safetyism. Lo registran datos y anécdotas: los College Free Speech Rankings 2025 de FIRE muestran campus punteros con calificaciones “abismales” en libertad de expresión; incluso casos de “luz verde” como Dartmouth ilustran que hace falta liderazgo explícito para sostener el disenso intelectual en tiempos de cancelación rápida. El Reino Unido llegó a ponerlo por escrito: la Higher Education (Freedom of Speech) Act y la guía vinculante del regulador (OfS) instauran, con dientes, el deber institucional de “asegurar la libertad de expresión dentro de la ley”. Si hubo que legislarlo, es porque la cultura universitaria dejó de sostenerlo por sí misma.

El trasfondo psicológico no es misterio: Jonathan Haidt documenta la “generación ansiosa” a la que todo se le resuelve al instante sin pasar por el sacrificio, el error y la permisividad extrema, con un correlato cívico de menor tolerancia al conflicto ordinario; su trabajo (y el de Lukianoff) explica por qué la cultura del sentimiento absoluto erosiona la gimnasia del desacuerdo.

La cultura de la libertad precisa un suelo moral, o virtuoso, prepolítico: la dignidad de la persona, la libertad de conciencia, el límite al poder. La libertad occidental es impensable sin esa matriz judeocristiana; sustituirla por una moral identitaria que invierte presunción de inocencia por culpa colectiva no amplía derechos: los subvierte. Es la colonización woke: captura del lenguaje, castigo del disenso, burocracias de virtud obligatoria. Se perdonan los delitos que ancestralmente se castigaron porque atentan contra la vida, la libertad o la propiedad porque la respuesta violenta es culpa de la sociedad que no supo contener al criminal. Hoy, insultar a un miembro de un colectivo identitario tiene más condena que matar a un inocente. Las consecuencias de ese antioccidentalismo son hoy palpables en la decadencia del modo de vida más próspero, justo, tolerante y libre de toda la historia: el nuestro.

La desconexión del valor implica que ya no entendemos que cada riqueza consumida primero debió ser creada por alguien que asumió riesgos -el empresario-, y al olvidarlo terminamos exigiendo frutos sin reconocer ni cuidar el árbol que los produce. El empresario ha pasado a ser sospechoso por defecto. La riqueza no “aparece”: la crean empresarios alertas que descubren oportunidades bajo incertidumbre. Deirdre McCloskey mostró que el “gran enriquecimiento” no fue contabilidad, sino un cambio retórico-moral: honrar al comerciante y al innovador. Cuando ese prestigio se invierte -sea por prejuicio moral, sea por regulación punitiva- lo que perdemos no es “la ganancia de alguien” sino los bienes no vistos que millones ya no obtendrán. En Chile la persecución de delitos tributarios ha ampliado la responsabilidad penal a asesores y empresas, incluso sin acción directa de sus dueños. Un simple error contable puede ser interpretado como dolo, obligando al empresario a probar su inocencia y erosionando el principio de que quien acusa debe demostrar. Al mismo tiempo, impuestos al patrimonio y la eliminación de exenciones parten de la sospecha de que acumular riqueza productiva es reprochable. Así, los organismos fiscales se entrometen en todos los ámbitos de la vida económica, instaurando un régimen donde la presunción de culpabilidad sustituye a la libertad.

De estas tres desconexiones brota lo demás y muestran el contexto de la administración Trump. Los aranceles permanentes son, en última instancia, un impuesto al futuro: encarecen la vida de los consumidores, frenan la innovación y consolidan ineficiencias. Sin embargo, la honestidad intelectual exige reconocer que el problema no surge en el vacío. China ha construido buena parte de su crecimiento sobre prácticas abiertamente incompatibles con una competencia leal: transferencias forzadas de tecnología a cambio de acceso a su mercado, presiones regulatorias y diplomáticas sobre las empresas extranjeras, subsidios masivos a conglomerados estatales y una sistemática política de copia encubierta de patentes e innovaciones privadas. Ante un jugador que viola las reglas del comercio, la discusión no puede reducirse a un maniqueo ‘tarifas sí o no’. El verdadero dilema es cómo restablecer un marco de reglas claras y universales sin caer en la trampa de transformar la excepción defensiva -el arancel como medida circunstancial de presión- en un dogma proteccionista que termina castigando a los propios consumidores y sofocando el dinamismo empresarial que genera riqueza.

Europa ha convertido en virtud la promoción de valores contrarios a los que forjaron la civilización occidental. Las políticas migratorias que multiplican guetos sin integración, la educación decolonial que enseña a los jóvenes a avergonzarse de su propia historia, la retirada de símbolos cristianos mientras se canonizan discursos victimistas, y los subsidios verdes financiados con impuestos crecientes mientras se mantiene una crónica dependencia militar de Estados Unidos, son pruebas de una Europa que perdió confianza en sí misma. Ante este panorama, la reacción de Trump no es extraña: su mensaje es claro, «hagan lo que quieran, pero no esperen que yo financie su autodestrucción».

La hacienda pública estadounidense es un Estado sin pudor contable: la CBO proyecta para 2025 un déficit de 1,9 billones de dólares y una trayectoria de deuda ascendente durante la próxima década. Desde 2008, cada crisis fue excusa para más gasto -la subprime, luego la pandemia- en un ciclo vicioso donde más gasto trae menor crecimiento o recesión, que legitima más gasto, y todo desemboca en más impuestos. Trump rompió esa lógica: impidió subas tributarias y avanzó en desregulaciones clave. Porque la clave es bajar impuestos, aun cuando bajar gasto resulte casi imposible -como probó la pulseada perdida de Elon Musk contra la burocracia. El dilema es claro: no quieren déficit, pero tampoco pueden subir impuestos ni reducir gasto. Trump entiende esa trampa, y por eso su apuesta pasa por liberar la iniciativa privada antes que sofocarla con nuevos tributos. 

Trump practicó un realismo tosco, pero eficaz: con los Acuerdos de Abraham -la normalización con Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán- y la eliminación de Qassem Soleimani, restauró en Medio Oriente el lenguaje de la disuasión, donde prevalecen los hechos más que los comunicados. En nuestro hemisferio, Venezuela es un espejo cruel del socialismo real -hiperinflación, colapso institucional, un éxodo que ya roza los 7,9 millones- y, a estas alturas, nadie ha tomado una decisión firme al respecto. Esto no es un juego con reglas compartidas. No hay manera de ganar la partida -volver a poner en su lugar pactos de convivencia democrática- si no se entiende la jugada de la izquierda, esa capacidad de usar la legalidad democrática para socavar sus principios, infiltrar el Estado, el aparato judicial y erigirse como árbitro moral mientras destruye las reglas de juego que ellos mismos se aducen defender. Trump lo entiende: cuando los adversarios no respetan las reglas, dejar que ellos jueguen su juego es condenarse a perder. Eso implica el sufrimiento de millones de inocentes. 

California cuenta con 52 representantes federales, de los cuales 43 son demócratas y sólo 9 republicanos, pese a que Trump obtuvo alrededor del 40% del voto presidencial en el estado. No es sólo gerrymandering: la maquinaria política californiana ha convertido la inmigración masiva en un multiplicador electoral. Basta con instalarse en el estado para acceder a beneficios, licencias y registros que allanan el camino hacia el padrón, aun sin el largo trayecto de ciudadanía que rige en otras partes del país. En la práctica, esa ingeniería demográfica se traduce en representación sobredimensionada para un partido. Y cuando se acusa a Trump de «jugar con las reglas», lo único que hace es replicar lo que los verdaderos maestros del diseño electoral vienen haciendo desde hace décadas.

Otro de los reproches contra Trump es que usaría al Estado como arma contra sus rivales. El señalamiento no es irrelevante: hubo momentos en que su estilo personalista tensó la frontera entre poder político y aparato estatal. Pero Trump no inauguró nada. Más bien siguió la partitura escrita por otros antes que él: el uso del sistema judicial, del FBI y del Congreso para perseguirlo a él mismo fue exhaustivo, costoso y sin resultados concluyentes. Tras años de investigaciones, comisiones especiales, fiscales ad hoc y recursos multimillonarios del erario, no se obtuvo una prueba definitiva que justificara semejante despliegue. En la práctica, se trató de una ingeniería política destinada a impedirle volver a ser Presidente más que a esclarecer un delito real. Una vez más, Trump jugaría con las mismas reglas de los maestros que ya habían convertido al Estado en herramienta de demolición política.

La energía es el corazón del progreso: controlar la energía es controlarlo todo, porque es el pulso de la vida moderna. Hoy, en nombre de las llamadas “energías limpias”, se prohíben los combustibles fósiles y cualquiera que ose señalar los problemas de las alternativas es escrachado. Pero están las consecuencias: turbinas eólicas que no se reciclan y contaminan más que lo que ahorran, paneles solares que dependen de minería intensiva, baterías de litio que generan pasivos ambientales en los países más pobres. Mientras tanto, se oculta lo esencial: sólo los combustibles fósiles -transportables, confiables y abundantes- han demostrado capacidad real de sacar a millones de personas de la pobreza, al proveer energía barata que multiplica productividad y oportunidades. Trump lo entiende, y por eso devolvió al petróleo, al gas y al carbón el lugar que ocupan: no como enemigos del planeta, sino como aliados indispensables del progreso humano hasta que la innovación genuina logre alternativas superiores.

Estas patologías existen. Durante años, gran parte del establishment prefirió el consuelo retórico al conflicto con la realidad. A ese paisaje, el estilo de Trump le añade fricción y costo reputacional; sin ese carácter hiperbólico, quizás nadie hubiera roto el consenso correcto. El liberalismo no elige caudillos: elige reglas. Pero cuando las reglas se ablandan, a veces hace falta un político tosco para volver a hablar de límites al poder, libertad de expresión robusta, dignidad del comercio, disciplina fiscal y realismo geopolítico.

No son buenas las formas. A veces no son defendibles. La pregunta relevante, sin embargo, es si el diagnóstico es mayormente acertado: universidades que censuran, moral pública invertida, asfixia al empresario, rivales que juegan sin reglas, fronteras sin criterio, finanzas estatales en rojo y un vecindario devastado por socialismos reales. Si la energía disruptiva se convierte en reformas pro-libertad -libertad académica garantizada por ley y cultura; seguridad jurídica y desregulación para emprender; apertura comercial con enforcement frente al tramposo; fronteras y asilo con reglas; disciplina fiscal- el saldo será positivo. Si no, será ruido.

En un contexto donde nuestra forma de vida está amenazada, y el antioccidentalismo ha conseguido grandes victorias como una descomunal intromisión del poder en la vida privada, la consolidación del control totalitario y la condena institucional a la defensa de nuestros valores fundamentales, quizás las palabras de Trump resuenen como un grito necesario. Ahora que, gracias al avance de esta ideología, estamos todos más pobres, más vigilados, más enfrentados y menos libres, su valentía para nombrar lo innombrable es un oasis dentro de una civilización que parece haber perdido la voluntad de defenderse.

Chile sabe -por historia propia- que la prosperidad es frágil y que la retórica ideológica, si captura la universidad, los tribunales y la burocracia, termina gobernando por default. La pregunta que deberíamos hacernos hoy no es si nos gusta o no Trump, sino qué hacemos nosotros con su diagnóstico. No hace falta un martillo para hacer todo esto. Hace falta coraje cívico y un liberalismo sin complejos. Si la discusión que el trumpismo impone sirve a los chilenos para corregir rumbo sin sacrificar reglas ni libertades, habremos convertido el ruido en música. La pregunta es si Trump tiene o no razón. El resto es cotilleo barato. (El Líbero)

Eleonora Urrutia