Uno de los debates ideológicos más importantes para el futuro político del país se ha desarrollado en las últimas semanas en torno a una supuesta incompatibilidad del libertarianismo y la valoración de la nación. Académicos como Eduardo Fuentes Caro y el recientemente fallecido Felipe Schwember, han puesto énfasis en la contradicción entre ser libertario y ser nacionalista. Para dar respuesta a sus aprehensiones es fundamental destacar que el nacionalismo del siglo XXI constituye una reacción al fenómeno político conocido como globalismo. Éste, a diferencia de la globalización -caracterizada por la libre circulación de capitales, servicios e información a través de las fronteras- constituye una nueva versión del añejo internacionalismo de izquierdas y se impone a través del “poder blando” que detentan los organismos internacionales. Desde una perspectiva pragmática podemos definir el globalismo como el intento de la izquierda transnacional por usurpar la soberanía de las naciones desde dichos organismos. La ruta más común para concretar la imposición de un Nuevo Orden Mundial tiene dos vías: el soft law y los tratados de libre comercio que, desde un tiempo a esta parte, contienen sendos capítulos en los que se exige a los países, a cambio de los beneficios económicos, su adhesión al proyecto político progresista de la nueva izquierda.
En lo que respecta a la primera vía, el soft law es un tipo de jurisprudencia, supuestamente no vinculante, que evoluciona en el marco del derecho internacional a través de instrumentos como resoluciones de la ONU, declaraciones y códigos de conducta provenientes de organizaciones internacionales y documentos de ONG’s. A pesar de su supuesto carácter no obligatorio, el activismo judicial progresista encuentra en el soft law una fuente de poder que sirve al reemplazo del estado de derecho y de la igualdad formal ante la ley por la igualdad sustantiva y la interseccionalidad. La punta de lanza con la que el soft law suspende la jurisprudencia de cada país es la instrumentalización de los DD.HH., especialmente los de tercera generación. Estos constituyen el último invento de una izquierda que eleva teorías climáticas al nivel de doctrina incuestionable, promueve la ideología de género desmontando las bases de la cultura cristiana occidental y usa esos DD.HH. para terminar con los de primera generación, especialmente aquellos en los que hunde sus raíces la teoría libertaria. En síntesis, el globalismo atenta contra la vida, la libertad, la igualdad ante la ley y la propiedad de las personas. Profundicemos.
Respecto a la igualdad ante la ley, observamos un claro ejemplo del uso de la ideología de género en la inaplicabilidad de la presunción de inocencia a hombres cuando son acusados por mujeres. En el caso de la vida, la libertad y la propiedad, basta recordar el golpe de Estado del 18-O. Lo que vivimos los chilenos hasta los tiempos de pandemia fue consecuencia de la suspensión de la fuerza coercitiva del Estado ante la amenaza de organismos internacionales, ONG’s y un largo etcétera de entidades que son fuente del soft law usado por jueces y fiscales activistas que “habitan” el Poder Judicial para impedir la autodefensa de los países frente a revoluciones, terrorismo y golpes de Estado. En este marco, se entiende el carácter nacionalista de libertarios que, como Javier Milei y Johannes Kaiser, deciden entrar a la arena política y disputar el poder.
Retomemos la discusión planteada por los académicos citados, la cual lamentablemente, a la luz de las amenazas que comporta el globalismo, termina siendo anacrónica y apolítica. Digo que es anacrónica, porque no considera el cambio en el mapa político del presente siglo ni se hace cargo del surgimiento de una nueva derecha que entiende la importancia de la libertad como no dominación. Esta ha sido ampliamente documentada por Quentin Skinner como la primera experiencia de lucha política en la historia humana. Y es que, desde las antiguas ciudades griegas a las colonias del imperialismo en el siglo XIX, nadie duda de que la ausencia de dominación es condición necesaria, aunque no suficiente para la libertad. Esa es la realidad política de la que se hacen cargo los nacional libertarios criollos y el gobierno de Libertad Avanza, ambos partidos promotores del miniarquismo. Nos referimos a la existencia de un Estado mínimo cuyas funciones se reducen a la seguridad interna y externa del país, el imperio del estado de Derecho y la protección de la propiedad privada.
Los libertarios no rechazan la nación –ese rico tapiz de cultura, costumbres e historia compartida que precede y excede al Estado–. Al contrario, como bien lo expresa el anarcocapitalista Jesús Huerta de Soto, quien manifiesta un patente afecto por su propia herencia, valoran estas expresiones espontáneas de la sociedad, cruciales para la autodeterminación. Lo que sí rechazan es la instrumentalización política de la nación para justificar la soberanía coercitiva del Estado. También se oponen a la pertenencia forzosa y violenta a cualquier constructo estatal, no así a la comunidad cultural voluntaria, es decir, atendiendo a nuestros tiempos históricos, a la nación. El Estado, al cooptar el concepto de nación para autolegitimarse –tal como en eras pasadas instrumentalizó la religión para justificar su poder absoluto–, inevitablemente lo corrompe y pervierte, despojándolo de su genuino significado comunitario y voluntario. El Estado no es, ni será jamás, la nación, sino, su enemigo. La única excepción es el Estado mínimo y su justificación es la defensa de la libertad que deriva de la ausencia de la dominación extranjera.
Otro punto relevante planteado en la discusión que comentamos es el derecho a la secesión. El principio libertario es claro: el derecho a la autodeterminación es sagrado. ¿Se sigue de ello que deben apoyar el proyecto del Wallmapu? Por supuesto que no. Basta con tener a la vista el amplio rechazo de los chilenos mapuches a la plurinacionalidad expresado en el primer plebiscito. La recomendación entonces es a que no se confundan los grupos etnoterroristas de corte marxista que manipulan la discusión mediática con la gran mayoría de mapuches chilenos.
Finalmente, el libertarismo no es «anti-nacional», sino radicalmente anti-estatista. La «nación» libre, floreciendo sin la bota del Estado, es su mayor anhelo. (El Líbero)
Vanessa Kaiser



