Hace muy pocos días hubo un recuerdo extraordinariamente importante para los asuntos internacionales. Fue un sábado 25 de abril, pero del año 1986, cuando se desató una enorme catástrofe nuclear en Chernobyl. Lo que se informó inicialmente como un accidente de fuga radioactiva, terminó siendo un símbolo muy excepcional con impacto en muchos planos. En el político-doméstico al interior de la URSS, en el geopolítico y científico a nivel planetario, en el medioambiental para muchos países y, desde luego, en lo humano. Millones de personas sufrieron daños directa o indirectamente.
En términos globales, Chernobyl fue el aviso de un ocaso. Un imperio que perdía su faceta mesiánica. Un tránsito ríspido hacia la disolución. La URSS dejaba de ser un proyecto en construcción (rumbo al edén comunista, se entiende) para pasar a ser un museo.
El mundo reaccionó con incredulidad ante la noticia de un simple accidente. Justo un año antes, el Kremlin había introducido un cambio inédito en su cúpula. El mayor cargo político de aquellos regímenes, el de secretario general del Partido Comunista, había sido asumido por una persona muy joven para los parámetros de la gerontocracia soviética. Era Mijail Gorbachov. Con él partieron transformaciones, cuyo su significado más profundo era difícil captar, salvo para Margaret Thatcher con su famoso, I like Gorbachov.
Se trataba de un personero enteramente desconocido en Occidente, pero los ojos del mundo se habían posado sobre su figura al poner en marcha dos procesos inimaginables hasta ese momento, la perestroika (reforma política) y la glasnost (transparencia en los procesos gubernativos). Nadie daba crédito a lo que se observaba, salvo una ligera intuición de asistir a un hecho histórico y de dimensiones mundiales. Por eso, Chernobyl no pasó inadvertido.
Años más tarde, Gorbachov, en su libro de memorias, reconocería que aquella catástrofe nuclear fue el causante del colapso del comunismo soviético, sugiriendo que hasta el propio paraíso necesita infraestructuras que funcionen.
Al día de hoy resulta complejo establecer una explicación monocausal de tal colapso, aunque sí, desde lo simbólico, Gorbachov tuvo toda la razón. Y es que Chernobyl no sólo fue un final wagneriano de la URSS.
Desató también movimientos centrífugos (definitorios) en el resto de los países del bloque. Por ejemplo, abrió las puertas a la legitimación de los grupos ecologistas que estaban surgiendo por doquier en el Este desde fines de los 70 y permanecían en una suerte de limbo. Eran jóvenes entusiasmados con el cuidado de bosques y aguas, pero poco queridos por el régimen, al estar fuera del molde ideológico. Podría aventurarse entonces que con Chernobyl empezó una especie de des-totalitarización de todos los regímenes comunistas europeos. Es la hipótesis de Gerd Dietrich en su magna obra Historia Cultural de la RDA (Kulturgeschichte der DDR).
También abrió el espectro literario. Muy poco conocido fuera del mundo germanohablante es Christa Wolf -la novelista más destacada de la RDA y merecedora de numerosos premios en EEUU y Europa hasta su muerte en 2011-, quien escribió sobre este episodio una extraordinaria obra de ficción llamada Incidente. Noticias de un día (Störfall. Nachrichten eines Tages). Apareció justo un año después de la tragedia y se convirtió en tremendo bestseller en la RDA. La singularidad de esta novela radica en la ausencia de menciones explícitas al accidente. Con una prosa excepcional -ni siquiera nombra la palabra Chernobyl-, se concentra en los efectos nocivos en la salud individual y social de la megalomanía industrial.
Y es que Chernobyl fue justamente eso. Una colosal planta nuclear, inaugurada en 1970, en una ciudad llamada Pripjat (hoy en territorio ucraniano) y concebida como corolario al programa de producción de energía nuclear para uso civil. Iniciado en 1954 (el primero en el mundo), se trató de uno de los grandes orgullos soviéticos.
La altivez oficial llevó a iconizar la central nuclear con el nombre del fundador del estado soviético, Lenin. No deja de ser impactante que haya sido justo la planta con ese nombre, y no otra de las 37 que tenía el país, la que explotó. Paradojalmente, es el mismo nombre con que fueron bautizados los astilleros de Gdansk, donde comenzaron las huelgas que derrumbaron el comunismo en Polonia. Una paradoja que suele ser dejada en el desván de los olvidos.
La violencia de la explosión y sus secuelas hicieron imposible negar su ocurrencia. Chernobyl puso a prueba la glasnost. De hecho, pocos días después de la tragedia, los países escandinavos y balcánicos denunciaron que las nubes radioactivas comenzaban a expandirse peligrosamente cubriendo varios miles de kilómetros a la redonda y provocando unos cinco millones de víctimas directas o indirectas. Se sospechó desde un comienzo que Chernobyl no era un simple accidente.
Hoy en día, se puede decir que a Gorbachov le tocó vivir en carne propia esa dura lección que muchas veces provoca la simbiosis de praxis con ideas políticas. Es decir, para gobernar no basta con hablar, proclamar o simplemente murmurar cosas. La realidad siempre termina imponiéndose y cobrando la palabra. En este caso, si Gorbachov decía querer mayor transparencia, Chernobyl se encargó de poner a prueba sus dichos.
Otra gran lección para el arte de gobernar apunta a las consecuencias que suelen tener las grandes decisiones políticas. Nunca nadie en aquel gobierno elaboró un plan de contingencia ni grandes líneas preventivas para emergencias. Pese a esa tremenda lección, la irresponsabilidad sigue estando presente en muchos países. Hay una inclinación a creer que las decisiones cupulares son infalibles y que, en caso de presentarse algún problema, otros se encargarán de encontrar soluciones en el futuro. Valga la pena recordar que las nuevas autoridades rusas y los organismos internacionales estiman que recién alrededor del año 2070 se podrá limpiar definitivamente la zona.
Por último, una última gran lección proviene de una serie televisiva. En 2019, Craig Mazine filmó una para HBO llamada Chernobyl. En cinco capítulos trata cuestiones muy relevantes para el quehacer político y para entender el implacable juego de fortalezas/debilidades que tienen siempre ante sí los estadistas. Mazin, director y guionista, se adentra en la naturaleza de aquellos regímenes: “Nuestros secretos y las mentiras es prácticamente lo que nos define”.
Esto significa que la responsabilidad política tiene un componente importante llamado transparencia; el mismo concepto que tanto complicó la vida de Gorbachov. Desde luego, una sociedad democrática de veras, es decir en los hechos y no como artificio verbal, estará siempre mejor preparada ante eventualidades tan exigentes. (El Líbero)
Iván Witker



