Hace tres años se asomaba en las encuestas una mayoría de Rechazo al texto de la Convención Constitucional. Los chilenos empezaban a mirar con preocupación no solo lo que ocurría en su interior (el debate por las formas), sino también el contenido de las normas que iban aprobándose. El 4 de septiembre del 2022 casi 8 millones de electores, un sorprendente 62%, rechazaba reemplazar la visión amplia de sociedad sobre la cual Chile había transitado durante décadas de prosperidad, por el proyecto constitucional más ideológicamente representativo de la izquierda.
No hay, hasta ahora, una elección así de transcendente en los últimos treinta años.
¿Dónde están hoy esos 8 millones? ¿A qué candidatura presidencial respaldan? Según un estudio del Panel Ciudadano UDD de marzo pasado, el 20% estaría con Evelyn Matthei (contradiciendo la burda insistencia en la “nueva” derecha por calificarla de centro); un 17% con Johannes Kaiser; y un 14% con José Antonio Kast. Suman los tres poco más de la mitad, lejos aún del 62%. El resto se dispersa en candidaturas menos competitivas y en un nada despreciable 6% de “Nulo/Ninguno/No sabe”.
La tensión entre dos proyectos antagónicos para Chile está vigente. El gobierno de Gabriel Boric lo ha intentado sortear cambiando de posición en los temas incómodos para la izquierda, pero en la campaña presidencial ya suenan. Y si la oposición encabeza un próximo mandato presidencial, no tenga dudas que “volverán las oscuras golondrinas”.
La candidata del Partido Comunista ya ha sincerado su adhesión al régimen de Cuba y su interés por terminar con las AFP (léase no solo el fin de una institución privada, sino la estatización del sistema, con fondo común y reparto incluidos). Y el clamor de la izquierda por una “nueva Constitución” está a la vuelta de la esquina.
Para confrontar la visión que algunos sintetizan como “octubrismo”, no alcanza con las derechas. El peso de esa disputa las supera, como quedó demostrado en el 2022. Ya resignada una gran primaria, lo razonable es que la oposición, con su emergente centro y la derecha —toda, sin apellidos marketeros— asuman esa responsabilidad, con al menos tres tareas.
Primero, recrear el espíritu del llamado a rechazar, convocando a una gran mayoría, frente a las amenazas a las libertades y la sensatez, tan vigentes hoy como entonces.
Luego, converger en un proyecto de país para la próxima década que, sin atropellar las legítimas identidades, convoque más allá de las fronteras de cada partido. Porque la seguridad y el crecimiento económico, el Estado eficiente y la capacidad para derrotar la pobreza requieren de un amplio respaldo social y político.
Tanto o más importante que las posibles primarias o las negociaciones parlamentarias —definiciones necesarias, sin duda— es recuperar un horizonte para Chile. Poner sus ruedas en el riel del auténtico progreso, del que se salió en 2019. Claro, exige la renuncia al capricho histórico de la hegemonía, las descalificaciones moralistas y la desconfianza con los sectores que fueron parte de la Concertación.
La próxima elección presidencial podría ser, incluso, la segunda fase del Rechazo del 2022. Saltémonos el Consejo Constitucional 2023, cuya única trascendencia fue lograr un texto común previo, definido por los expertos, que luego los consejeros políticos se encargaron de pulverizar (cierto, tenemos la Constitución de 1980/2005, autora de la estabilidad).
Tercero: demostrar capacidad de gobernabilidad para un próximo mandato. Y experiencia, en un país enojado con experimentos juveniles a cargo del país.
Con voluntad pueden conjugarse las aspiraciones electorales, el oxígeno de los partidos, con algo más grande. Primero está Chile. (El Mercurio)



