La idea de cruzar las puertas del desarrollo, para alcanzar por fin la ansiada categoría de país desarrollado, ha vuelto a cobrar vigor después de un tiempo largo cuando esa meta nacional -que asomó en el horizonte no hace tanto como una posibilidad cierta- pareció estropearse definitivamente. El movimiento estudiantil de 2011, primero, y sobre todo el estallido social ocho años después, pusieron en serio riesgo el sueño chileno de alcanzar lo que ninguna nación latinoamericana ha conseguido en tiempos modernos. La propuesta de la Convención Constitucional le daba el golpe de gracia a esa aspiración nacional, incubada en los que ahora se denominan los “30 años” -que en rigor fueron veinticinco. El contundente rechazo del electorado en septiembre de 2022 significó, entre otras cosas, que esa meta se mantenía viva, aunque muy lejos de ser abrazada por la coalición que finalmente triunfaría en diciembre de 2021, y que gobierna actualmente.
La noción de un país desarrollado ha evolucionado desde que, efectivamente, los gobiernos de la Concertación la vislumbraron como una meta al alcance de los chilenos, cuando el país crecía sostenidamente y se dirigía resueltamente a cruzarla. Actualmente, ningún país desarrollado ostenta un PIB per cápita inferior a US$40.000 (a precios de paridad de compra). En consecuencia, ese valor podría considerarse como una de las condiciones necesarias para alcanzar la categoría. Tómese el ejemplo de Portugal, nación que desde algún tiempo hemos venido teniendo como punto de comparación: su PIB per cápita es de US$47.000. Más lejos se encuentra Nueva Zelanda, con la que también solemos compararnos, con un PIB per cápita de US$54.000.
Sin embargo, teniendo a la vista las cifras antes señaladas, antes que inferir que Chile estaría lejos del desarrollo pleno, se podría concluir, en cambio, lo contrario: que podríamos estar más cerca de lo que solemos creer. En efecto, si el país sostuviera una tasa de crecimiento del PIB per cápita de 2,5% -implicaría crecer sostenidamente algo por sobre esa tasa considerando el crecimiento de la población- podría alcanzar el piso de US$40.000 en diez años o poco más (desde un PIB per cápita corregido a precios de poder de compra del orden de US$33.000).
Esto significa que la generación millennial, que actualmente gobierna el país -y que por momentos ha simpatizado con la idea del decrecimiento-, podría vivir en un Chile desarrollado más temprano que tarde, la primera de esa cohorte que durante el transcurso de sus vidas lo haría en tan privilegiadas condiciones en la toda la historia de la República.
Pero, además, lo haría con toda probabilidad en un Chile significativamente menos desigual que el que experimentaron las generaciones que la precedieron. Un crecimiento sostenido en la próxima década, incluso a tasas más modestas que las alcanzadas durante los “30 años”, casi con toda seguridad permitirían reducir el coeficiente de Gini al rango de 0,4 -ningún país desarrollado ostenta una desigualdad de ingreso superior a esa cifra. De hecho, la desigualdad ha venido cayendo sostenidamente en el país de la mano de políticas públicas de amplio alcance -la PGU, gratuidad universitaria, sueldo mínimo, etc.-, tendencia que se reforzará con la pronta implementación de la reforma de pensiones.
El rector Carlos Peña, en una conferencia reciente, se refirió con lucidez a la dimensión moral del crecimiento. Si no somos capaces de crecer -señaló el escritor y columnista- entonces parte importante de nosotros quedaría despojado del ideal moral de realizar su propio plan de vida. Hay, entonces, una moralidad en el crecimiento económico que un sector político desatendió en los últimos años -Chile ya había crecido, se decía livianamente- hasta que en el ejercicio del gobierno quienes sostenían semejantes posiciones pudieron apreciar de primera mano las serias consecuencias de esa dejación.
Pero, como se suele decir, no hay mal que por bien no venga. En su sentida ausencia, el crecimiento ha recuperado el valor esencial que le atribuye la sociedad y, como consecuencia, también la centralidad que nunca debió perder en las políticas públicas. Tanto es así que ahora no parece que una campaña política que aspirara a participar en la próxima elección presidencial podría ser competitiva sin tenerlo en el centro de sus propuestas de cara al desarrollo de Chile y de los chilenos. El país está todavía lejos de los niveles que han alcanzado países como Nueva Zelanda y Portugal, pero no tanto como para impedirnos cubrir la última milla en pos del desarrollo pleno en un plazo previsible. (El Líbero)
Claudio Hohmann



