Es quizás el resultado de un diseño que no solo busca recuperar el aporte que el Estado le hace al estudiante, sino que maximizar la recaudación generada por la operación de este sistema. De hecho, muchos egresados deberán “devolver” dos, tres o más veces lo que el Estado les aporta durante sus estudios (estos cálculos provienen de utilizar los ingresos promedio reportados por www.mifuturo.cl para los primeros cinco años de egresados y luego proyectar para los siguientes 15 años, sobre la base de las evoluciones que se desprenden de la encuesta Casen). La paradoja, para un proyecto que se ufana de no cobrar tasa de interés por los aportes que realiza durante los estudios, es que muchos egresados enfrentarán tasas anuales implícitas de entre 8 y 11 por ciento. Por cierto, habrá personas que no podrán devolver los aportes que el Estado les hace durante el plazo que estipula el proyecto de ley, pero están lejos de representar el caso general. Frente a esta constatación, el Gobierno ha insinuado que el nuevo sistema de financiamiento estudiantil de la educación superior incorpora un criterio solidario, pero si fuese así está muy mal entendido. Para ello están, por buenas razones, los impuestos a la renta. Los mecanismos específicos terminan produciendo distorsiones —se pueden imaginar varias— que afectan no solo la eficiencia de la economía, sino también su tejido social.
En ese sentido, el proyecto tiene el riesgo de destruir valor más que de crearlo. Está marcado por el deseo algo irreflexivo de aliviar la carga de las familias en la educación superior siguiendo el modelo de la gratuidad. Esto se refleja, por ejemplo, en “olvidos” del proyecto: nunca se pone en el caso de financiamientos parciales o que el estudiante no opte por el aporte estatal. El financiamiento que se ofrece equivale al arancel regulado que rige para la gratuidad. Claro que como la “obsesión” debe equilibrarse con las estrecheces fiscales que estamos viviendo, se promueve esa solidaridad mal entendida. Es bueno recordar que el diseño específico de un sistema de financiamiento es, en gran medida, independiente de los mecanismos de cobro que, si son muy imperfectos, siempre van a conducir a una insostenibilidad fiscal. En el debate, a menudo, no hay claridad sobre este asunto.
Satisfacer ese objetivo exige también que las instituciones de educación superior se “incorporen” a esta solidaridad mal entendida. ¿Cómo? Sacrificando sus ingresos. La renuncia provendría del hecho de que, en general, en varias instituciones los aranceles regulados son inferiores a los efectivos y al no poder cobrarle la diferencia a una parte relevante de sus estudiantes sus actividades se resentirán. (La gratuidad ya ha tenido un efecto negativo en las finanzas de muchas instituciones y este proyecto lo amplificará.) Sabemos muy poco de cómo se distribuyen los estudiantes de los deciles 7, 8 y 9 —los principales “beneficiados” de esta iniciativa— por programa e instituciones y tampoco conocemos todos los aranceles regulados, pero incluso las simulaciones más conservadoras sugieren efectos relevantes. Por cierto, no en todas, pero en algunas es grande. Y no es que precisamente sobren los dineros en ellas. Sus proyectos se empobrecerán y nuevamente se destruirá valor. Se requiere, por tanto, una revisión sustantiva de esta iniciativa. (El Mercurio)
Harald Beyer
Escuela de Gobierno, UC



