La motosierra, cuando un símbolo calza de manera certera

La motosierra, cuando un símbolo calza de manera certera

Compartir

¿Qué tiene en común la motosierra de Milei con la rosa y el clavel de los socialdemócratas, con la hoz y el martillo de los comunistas, con el burro de los demócratas y el elefante de los republicanos estadounidenses, con la svástica, con la letra Z que identifica la “operación especial” rusa en Ucrania, con el girasol de los Verdes y con la bandera de Gadsden de algunos movimientos libertarios? A priori, nada. Sin embargo, a todos ellos les une ser reconocidos como símbolos sintetizadores de ideas políticas.

La mayoría de los mencionados ha perdurado en la mente de millones de personas, tras pasar duras pruebas, convirtiéndose en un factor activo y amalgamador. Como bien señala Yuval Harari, los partidos son en definitiva “constructos sicológicos” y para ello necesitan elementos aglutinadores. Unos visuales, otros sonoros. Constituyen la simbología política. Siguiendo el marco explicativo de Harari, los partidos y sus propuestas se subsumen en el campo de la “revolución cognitiva”. Pertenecen a los llamados ámbitos intersubjetivos.

Milei escogió una motosierra. Fue el elemento visual que complementó una retórica clara, ácida, breve y transmedia. Esa que calza con las redes sociales.

A la luz de los resultados, nadie podría cuestionar que se trató de una propuesta asertiva. No dejó espacio a la duda. Simbolizaba la introducción de cambios fundacionales que no están pensados en términos de suavidad ni menos docilidad. Su intervención en Davos subrayó tal intención.

Hasta antes de la elección, habían arreciado los críticos de la motosierra. Hablaban de sus efectos nocivos. Llegaron a considerarla como el gran elemento explicativo de una derrota que avizoraban inminente. Fue tanta la animadversión de aquellos agoreros del fracaso, que acusaron a Milei de plagio. Una motosierra habría sido utilizada en una campaña senatorial estadounidense hace ya más de diez años.

Sin embargo, pese a los oscuros presagios, fue un éxito rotundo.

Por cierto, que la motosierra no es un símbolo infalible ni garantía de éxito en otros momentos, ni menos en otros ambientes electorales. La clave de su éxito se debe simplemente al olfato para captar necesidades en un momento acotado. En consecuencia, las premoniciones no eran más que una disputa de subjetividades.

Joseph Henrich, un reconocido especialista estadounidense en biología y antropología evolutiva ha estudiado a fondo lo que denomina mind hacks. Algo así como trucos de la mente, en los cuales pueden inscribirse, tanto la motosierra como los símbolos más tradicionales, previamente señalados. No extraña entonces que los trucos de la mente se utilicen en política -como también en muchos otros ámbitos- para despertar y desplegar estados de ánimo al interior de grandes grupos humanos. Lograr tales objetivos es, por lo general, una tarea bastante difícil. Los resultados muestran más fracasos que éxitos.

Por eso, lo obtenido con la motosierra es interesante. Quien la haya concebido, consiguió dar con el punto exacto en el diagnóstico, logrando, además, proponer un símbolo sintetizador. En el caso argentino hoy parece claro que el punto exacto coincidió por completo con un deseo simple y mayoritario; específico e incontenible. Terminar con la distopía peronista en todas sus variantes.

Hoy podría discutirse, por cierto, qué tan vasto es el universo de ciudadanos hartos con otras experiencias populistas y que, como los argentinos, se estén sintiendo carentes de futuro. Es decir, otros ambientes donde pueda calzar una motosierra o un símbolo parecido. También queda abierta la cuestión de hasta dónde podrá recurrir Milei al símbolo de la motosierra durante su ejercicio del poder. No sería extraño que deba concebir nuevos símbolos hacia el futuro.

Seguramente sabe, o sospecha, que las sociedades latinoamericanas, incluida la argentina, suelen ser volubles, tienden a perder la memoria con pasmosa facilidad y carecen de voluntad de largo plazo en materias de tolerancia y cooperación, tan fundamentales para que el mercado y la democracia funcionen relativamente bien.

Con frecuencia pareciera que a los latinoamericanos se sienten fascinados con ese ruido de río subterráneo llamado democracia defectuosa. Eso lo saben y manejan muy bien las corrientes populistas, especialmente las buenistas y pobristas.

La literatura especializada recoge varios de estos esfuerzos en torno a símbolos identificatorios en política. Muchos los asocian a los blasones familiares, a emblemas militares, así como a banderas de los estados-nacionales. Su vorágine de crecimiento se sitúa en la segunda mitad del siglo pasado y huelga ahondar que ahora tienen una muy difícil competencia con los logos corporativos y con elementos distintivos de las redes sociales, mucho más fáciles de recordar y más cotidianas para las nuevas generaciones. No extraña que la motosierra de Milei haya intersectado de lleno con las nuevas generaciones.

Si se asume que la actividad política es grosso modo la organización de la vida colectiva y que está destinada a canalizar la cooperación y el conflicto a través de esfuerzos cohesivos, la notable trayectoria y vigencia de los símbolos de Demócratas y Republicanos parece ser bastante instructiva. Como se sabe, el de los primeros es un burro y el de los segundos un elefante.

Ambos fueron creados en el siglo 19. En el caso de los demócratas, la imagen del burro se le ocurrió a los rivales del candidato presidencial, Andrew Jackson. Pretendían injuriarlo. Tozudo y estrecho de mente fue el mensaje a instalar. Sin embargo, el olfato de Andrews dijo otra cosa. El burro podía ser percibido por sus cualidades para trabajar. Lo adoptó y tuvo éxito. Venció holgadamente. Desde entonces es el símbolo-mascota de los Demócratas.

El elefante republicano, a su vez, nació décadas más tarde en una caricatura del alemán Thomas Nast (considerado padre de la caricatura política), pero la popularizó Abraham Lincoln. Con ese símbolo, llamó a sus partidarios a “ver el elefante”, en señal del gran conflicto bélico de tipo civil que se incubaba. El elefante le sirvió para explicar la necesidad de entrar a una guerra que era inevitable. Para aglutinar a los suyos tras un objetivo político.

Estos dos ejemplos, tan emblemáticos por su origen y vigencia, demuestran que para el éxito de los símbolos políticos no hay nada escrito sobre piedra. No existen recetas infalibles. Simplemente, responden a la naturaleza de los mind hacks.

Es un sub-mundo inmerso en la subjetividad. Interesante, pero especialmente imprescindible. Por eso, así como se suele decir que la ciencia tiene una gran deuda con la serendipia, puede decirse que los símbolos en política también tienen una gran deuda; con el azar. (El Líbero)

Iván Witker