Tal cual ocurre con las aguas oceánicas, las ideas políticas tienen sus flujos y reflujos. Victor Hugo advirtió que no hay nada más poderoso en la historia que una idea a la cual le ha llegado su hora. La experiencia sugiere, sin embargo, la necesidad de grandes líderes para plasmarlas en acontecimientos; en hechos desencadenantes. Del mismo modo, el ocaso de las ideas política también se personifica en nombres concretos.
Por estas fechas asistimos a tres momentos de zozobra de las ideas socialdemócratas a nivel mundial. Razonable es especular con la posibilidad de que estemos en su ocaso. Fundamenta tal posibilidad la adopción, demasiado entusiasta, de micro-identidades más cercanas a los deseos de las izquierdas tradicionalmente extremas.
El reflujo de la socialdemocracia, nacida a mediados del siglo 19 y tan clave en el 20, tiene, desde luego, nombres y apellidos. La neozelandesa Jacinda Ardern, la finlandesa Sanna Marin y, el caso más reciente, el portugués Antonio Costa.
La primera fue premier de su país entre 2017 y 2023 obteniendo un resultado electoral que despertó interés en todo el mundo. Con 37 años se convirtió en la premier más joven en la historia de su país. Parecía caída del cielo para rejuvenecer la socialdemocracia. Adoptó cuanta micro-identidad le pareció conveniente. Ecologismo, migraciones, tolerancia religiosa y muy especialmente con la ancestralidad. Su mirada hacia los maoríes desbordó el entusiasmo en las izquierdas latinoamericanas. Algunos medios hablaron de “jacindamanía”. Parecía incubar un nuevo “aire de familia”.
Sin embargo, en enero de este año, sorprendió con su inesperada renuncia. Las explicaciones sonaron fútiles. Dijo querer pasar más tiempo con la familia. La verdad es que el desorden interno en el Partido Laborista, el mal manejo de la economía y de la pandemia, y muy especialmente el rechazo a una exagerada entrega de facultades a los maoríes, especialmente en el campo de la Salud (creó dos sistemas paralelos), provocaron un deterioro fulminante de su capital político. Aquel fue un cóctel suficiente para los neozelandeses. En las elecciones de octubre pusieron fin a los años laboristas y entregaron el poder al Partido Nacional.
La finlandesa Sanna Marin pasó a ser otro caso emblemático de los reflujos de la socialdemocracia. Llegó al poder en 2017 con treinta y cuatro años de edad. Proclamó una agenda de micro-identidades similar a la de la neozelandesa, aunque con mayor énfasis en los temas de género. De ella parecía brotar renovación. Sin embargo, su participación en una fiesta “demasiado salvaje”, según sus propias declaraciones, la sepultó. Luego aparecieron otros dos videos. Uno, con escenas íntimas junto a un músico y otro, grabado en su residencia oficial, que mostraba una pareja lésbica. La repulsa ciudadana no se hizo esperar y se vio obligada a exhibir un test antialcohol y antidrogas. La sociedad finlandesa pareció ser más tradicionalista (quizás más hetero-normada) de lo que supusieron los socialdemócratas. Se le recriminó muy fuertemente privilegiar sus asuntos personales por sobre las obligaciones gubernativas. También pareció demasiado proclive a la OTAN en el tema ucraniano. En mayo se acabó el embrujo y su derrota electoral fue terminal.
En tanto, hace escasos días cayó el último mohicano. Fue el premier socialista portugués, Antonio Costa. Su caso es algo distinto a los de las anteriores, pero igualmente instructivo. Se le acusa de un tipo de corrupción asociada a una de las tantas micro-identidades, el ecologismo. Licencias fraudulentas para producir energías no renovables mediante el litio (Portugal posee las mayores de Europa) e hidrógeno verde, así como desvíos de fondos y tráfico de influencias en ese ámbito. La carrera política de Costa, ese líder incombustible que provocaba envidias por su habilidad para entenderse con socios y adversarios y que combinaba las viejas causas proletarias con una de las micro-identidades más aceptadas, como es el ecologismo, se acabó.
Con estos tres asuntos, puede decirse que la socialdemocracia quizás viva su crepúsculo. Lejos parecen los días en que esta corriente política, tan asociada al éxito de la sociedad de bienestar, irradiaba fuerza hacia todo el mundo. Por cierto, hacia América Latina y nuestro país. Los datos positivos asociados a la Concertación no se explicarían sin tener en cuenta la brisa socialdemócrata que rozó a socialistas y radicales al interior de aquella coalición.
Claramente los puntos más altos alcanzados por la socialdemocracia ocurrieron en la segunda mitad del siglo pasado, cuando supo instalarse en el imaginario mundial de manera activa y magnética, privilegiando materias políticas gruesas y moviéndose al centro sin atisbos de dudas. Lejos del snob y las modas. Ocurrió de la mano de Willy Brandt, Francois Mitterrand y Felipe González.
Aquellos tres estadistas llevaron a la socialdemocracia a adquirir un peso gravitacional enorme. Ayudaron a configurar el ordenamiento post Segunda Guerra Mundial. Mutatis mutandi, Margaret Thatcher y Konrad Adenauer en las otras avenidas de la democracia europea del siglo pasado.
El mérito de Brandt, Mitterrand y González radicó en que, cada uno a su manera, supo divisar lo esencial para la ejecución del aserto de Victor Hugo. Captaron lo poderoso de una idea a la que le ha llegado su gran momento histórico. Aprehendieron los alcances y contenidos de la idea que los motivaba. Y es que, sin líderes, una idea podrá popularizarse, pero no se convertirá en una fuerza política.
Brandt, por ejemplo, hizo viable a la SPD tras el famoso congreso de Bad Godesberg en 1959. Allí, dieron un paso histórico. Terminaron con la idea de la lucha de clases como principio básico de su partido. Brandt comprendió que una centroizquierda no puede estar cautiva de ideas marxistas, ni menos leninistas. Eso le permitió llegar al Palais Schaumburg, residencia de los cancilleres alemanes en ese entonces. Sin ese paso, ello habría sido imposible.
Mitterrand, por su parte, fue un maestro en utilizar en su beneficio el entonces considerable avance electoral del eurocomunismo. Maniobró de tal manera, que el Partido Socialista emergió como eje del gobierno, trasladando al PC los costos de todos los ajustes sociales. El fuerte partido de Georges Marchais se despedazó y prácticamente desapareció del mapa electoral. Mitterrand demostró una sagacidad y audacia impresionantes. Ganó la presidencia por escasísimo margen, pero al día siguiente disolvió el parlamento y obtuvo para el PS mayoría absoluta. Numerosos episodios lo dejan no sólo como uno de los más agudos y perspicaces presidentes franceses, sino como emblema de los éxitos globales de la socialdemocracia.
En tanto, Felipe González entendió que para hacer viable un reordenamiento de España tras la muerte de Franco, su partido debía pactar con todos (incluidos los herederos del Caudillo, por cierto) además de reconocer sin titubeos a la monarquía como nuevo eje del ordenamiento político español. Desde luego, abandonar explícitamente el marxismo. Lo logró en un congreso extraordinario celebrado en septiembre 1979, cuatro meses después del congreso ordinario, cuando había renunciado justo por la negativa del sector más ultra a abandonar el marxismo.
Los episodios de Ardern y Marin indican el extravío de la socialdemocracia en esa espiral laberíntica, dicotómica, peligrosa e interminable de las micro-identidades. Costa cayó en las viejas/nuevas tentaciones. Su nombre revitalizará el significado de una noción medieval. La de sacomano. Esta vez en el campo de las energías no renovables.(El Líbero)
Iván Witker



