No deja de ser providencial que el Consejo Constitucional esté ya en la recta final de la discusión del nuevo texto cuando se cumplen cuatro años del estallido social. Hoy muchos nos acordamos en qué estábamos el 18 o 19 de octubre de 2019, y a mediados de noviembre, haremos lo propio, recordando en qué estábamos cuando se anunció el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Era otro Chile, uno en que el miedo y el olor a ceniza se sentía fuerte en cada esquina.
Haciendo flash forward por la pandemia y el show de la primera Convención Constitucional, hoy podemos decir que tenemos dos cosas por seguro: por un lado, si bien la paz social suena a quimera irrealizable, hay mucha menos caos que en los meses siguientes al estallido; y por otro lado, en la actualidad tenemos un cuerpo sobrio y responsable, armando una nueva Constitución, nacida en democracia, con reglas claras y aceptadas por todos.
Podríamos decir, entonces, que el Acuerdo Nacional por fin está rindiendo frutos (¿oda a la “vuelta larga”?) y que, más temprano que tarde, podríamos asegurar algo parecido a la paz social y, derechamente, una nueva Constitución.
Pero no todo es tan simple. Nunca puede ser tan simple.
A pesar de los 12 bordes, a pesar de reglas electorales claras y comprometidas, hoy hay grupos -de izquierda y derecha- que le desconocen mérito ejecutivo al texto emanado de Expertos y Consejeros. Por distintas razones, los polos opuestos están paradójicamente alineados. En la izquierda más dura acusan que el texto resulta un retroceso frente a la Constitución actual (“la de la Dictadura”). Y en la derecha más dura hay distintas razones, que suenan más a excusa que a otra cosa: que no tiene legitimidad de origen, porque no hubo un plebiscito de entrada; que el texto es deficiente; o que se termina “con la obra y gesta del Gobierno Militar”. Insólito, ¿no?
Hagámonos cargo de estas críticas.
Partamos por la de la izquierda. Sí, efectivamente, el texto puede ser leído como conservador. No necesariamente partisano, como se ha alegado, ya que si bien muchas ideas o enmiendas han surgido del Partido Republicano, muchas otras también vienen de distintos partidos o han sido armadas de forma colectiva. Pero efectivamente, para quienes defienden colores identitarios o refundacionales, es un texto excesivamente tradicionalista. Lo malo es que estos sectores critican el resultado, sin reparar en que todos se presentaron a las elecciones con las mismas reglas y chances de ser electos. Es decir, no están criticando el texto, sino el ejercicio democrático de la ciudadanía. Y para partidos políticos que dicen creer en la democracia, esto es fatalmente grave (de hecho, ¿qué hubiera pasado si sólo se hubieran elegido consejeros por vía democrática, sin expertos designados por el Congreso, tal como quería la izquierda extrema? En ese caso el descalabro sería total).
Ahora vamos a la crítica de la derecha más extrema: ¿no tiene este proceso legitimidad de origen? Parece que el apabullante triunfo del “Rechazo” en el plebiscito de salida les hizo olvidar el igualmente arrollador triunfo del “Apruebo” en el plebiscito de entrada. Si hoy estamos discutiendo un nueva Carta Magna es porque, precisamente, la gente lo exigió irrefutablemente con un lápiz y un papel. Y no sólo eso: la herida en el tejido social sigue presente, y en cualquier minuto la cicatriz puede volver a abrirse.
Y con respecto a la posible deficiencia del texto, la respuesta es obvia: ¿podemos pensar en un texto que genere absoluto consenso? Lógico que no. La contienda no es, por tanto, programática, sino simbólica. Por algo las constituciones son textos mínimos, un rayado de cancha, con miras a que sea el legislador el que decida la política pública en el futuro.
Ambos extremos tienen poderosas razones para votar “en contra”, y nadie duda de su derecho. Pero tras estos arrebatos ideológicos se esconden problemas que su rechazo no podrá solucionar, sino por el contrario, probablemente amplificará: la izquierda debe saber que si gana “la Constitución de Pinochet” se mantendrá esa herida abierta que ellos debieran querer cerrar, y la derecha debe comprender que si no se aprueba ahora, se deja terreno fértil para que en el futuro vuelva a haber un proceso constitucional eventualmente refundacional. Y en ambos casos, es probable que la historia tenga un precio mucho más alto al que hoy tiene. (El Líbero)
Roberto Munita



