Deus absconditus, ¿habrá ayuda divina para el sur de Israel?

Deus absconditus, ¿habrá ayuda divina para el sur de Israel?

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El ataque masivo e inmisericorde de Hamas en contra de jóvenes israelíes vino a confirmar los principales rasgos de la actual conflictividad internacional, incubados de manera sostenida desde febrero del año pasado con las hostilidades ruso-ucranianas. Entre esos rasgos, destacan ataques no convencionales, recrudecimiento de retaliaciones, su fortísimo carácter híbrido, una incidencia creciente de la ciber-tecnología y la pérdida de ese antiguo carácter lineal que solían tener los conflictos prolongados.

Por eso, retomando la forma de ver el mundo que tuvieron intelectuales alemanes del siglo 19, como Goethe y los hermanos Von Humboldt, para quienes el campo deliberativo general se dividía entre plutonianos (o vulcanistas) y neptunianos, puede decirse que el Medio Oriente, así como el flanco suroriental de Europa, son ejemplos excelsos de esta nueva etapa.

Para los plutonianos, las grandes explicaciones se encuentran en las profundidades de la Tierra. La fuerza expansiva de su calor interior es la causante de cuanto ocurra en la superficie. La relación entre los seres humanos no es más que un eterno choque de fuerzas violentas, colisionadoras, erosionadoras. En cambio, para los neptunianos la interacción humana se ve traccionada de manera gaseosa y suave, pues la vida, desde que comenzó en los océanos, no sería otra cosa que una lenta e interminable evolución.

Con tal lupa a mano, surge una gran pregunta a la hora de ver esos dramáticos acontecimientos en el sur de Israel y posteriormente en Gaza. ¿Cómo deberían protegerse los Estados al interior de un mundo ya abiertamente plutoniano?

La respuesta es esencialmente insatisfactoria por una sencilla razón. Las claves de la seguridad absoluta no han sido descubiertas aún. Hasta ahora, los seres humanos no reciben una llave para la seguridad total y las vulnerabilidades parecieran incardinar con nuestra propia naturaleza.

Es algo obvio. Si Dios hubiese proporcionado una fórmula mágica, o algún brillante cerebro hubiese desarrollado un algoritmo ad hoc, las grandes planificaciones y dispositivos de seguridad de los Estados serían innecesarios. Bastarían unas cuantas invocaciones o bien activar la tecla correspondiente; tal cual el rojo-amarillo-verde terminó con el caos urbanístico a fines del siglo 19. Pero la política internacional es algo más compleja y dinámica.

Por lo tanto, mirado en el largo plazo, de nada sirven esas divagaciones sobre la naturaleza del ataque perpetrado por Hamas. Las víctimas saben mejor que nadie si fue o no un acto terrorista. La reacción de las autoridades del país agredido también captaron el tipo de problema al que han quedado expuestos. Hasta los propios agresores saben qué tipo de pulsiones hubo tras la operación. Además, adivinan cómo terminará.

Para el resto del mundo han quedado en claro algunas cosas que a veces se olvidan. Primero, que la seguridad sigue siendo un deber supremo e ineludible de cualquier Estado. Tanto en el plano interno como en el externo. Segundo, que los países no pueden vivir a espaldas del resto, ni menos de sus vecinos. Tercero, que no conviene bajo ningún punto de vista ignorar o menospreciar a éstos. Cuarto, que es tarea del Estado escrutar a sus vecinos y al mundo entero de manera permanente e idónea, bajo el criterio del interés nacional. Quinto, que los tratados y acuerdos no son imperturbables a los cambios de humor de los líderes políticos.

Esto último es particularmente importante para el futuro de esa convulsa región. Ariel Sharon prometió a sus conciudadanos “tierra por paz”. Era 2004 e impulsó el llamado Plan de Desconexión, ordenando el retiro de Gaza según ciertos compromisos a cumplir por las partes. Hoy debe estar revolcándose en su tumba ante sucesos que rompen aquel acuerdo. Sharon se confió en exceso, pese a que más de alguien debió advertirle que “el papel aguanta todo”.

Difícil negar que Hamas, y su mastermind, concluyeron en esta oportunidad una operación de inteligencia mayúscula. Merecerá ser estudiada en el futuro de manera pormenorizada. Se le tendrá como el nuevo gran ícono del carácter plutoniano de la conflictividad internacional.

En tanto, en el polo opuesto, el fatídico día del ataque dejó al descubierto una gigantesca falla en la seguridad interior y en la contra-inteligencia israelí. Lo ocurrido trajo a la actualidad ese ya clásico dictum de Jean Baptiste Duroselle sobre la centralidad de las fuerzas profundas (Todo imperio perecerá, FCE). Se trató de un fallo muy grave. Pero también de una actitud curiosa, pues durante la Guerra Fría ya hubo un episodio que alertó sobre la aparente invulnerabilidad de esos sistemas políticos que priorizan la seguridad por sobre cualquier otra consideración.

Corría mayo de 1983. Millones de personas de todo el mundo, periodistas occidentales y ciudadanos soviéticos se preguntaron atónitos, ¿cómo pudo ser perforada la presunta invulnerabilidad de la URSS?, ¿dónde estaban la KGB y las FFAA?, ¿no era tan inexpugnable la patria del comunismo?

Se trató del caso Rust.

En esa fecha, una pequeña avioneta Cessna levantó vuelo en el aeropuerto de Hamburgo (llamado en ese entonces Fuhlsbüttel, hoy “Helmut Schmidt”). A bordo iba un muchacho de 19 años, llamado Mathias Rust, quien era piloto amateur. Volando, casi juguetonamente, a través de Noruega y Finlandia, atravesó todas las barreras existentes y aterrizó en un puente ubicado a un costado de la Plaza Roja en pleno corazón de Moscú. Llegó a escasos metros del Kremlin, sin ser detectado ni por guardias fronterizos, ni por radares ni por esos sofisticados sistemas de defensa anti-misiles. Los asombrados policías, que lo detuvieron tras su aterrizaje, así como los dirigentes políticos, incluyendo los propios partidarios del régimen comunista en todo el mundo, no daban crédito a tal acontecimiento. Una rudimentaria avioneta cuestionó la invulnerabilidad de la mole soviética.

El caso Rust casi ha caído en el olvido, pero fue premonitorio. Todo sistema de seguridad, por muy sofisticado y avanzado que se considere, siempre adolece de alguna hendidura. Técnica o humana. A veces es una simple laxitud en los controles y procedimientos.

Ambos casos, Rust en ese entonces y Gaza ahora, alertan que la superioridad es sólo un sentimiento. Pura y simple subjetividad.

En 1983 -igual que ahora- se hicieron audibles numerosas explicaciones. Todas, sin embargo, a partir de lo observable en la superficie. Por estos días se ha citado, por ejemplo, junio de 1941, cuando Stalin no quiso escuchar la advertencia sobre la inminencia de la invasión nazi. Pero aquello no es homologable a lo de ahora. En ese entonces, la información útil estuvo disponible y fue el tomador de decisión quien la ignoró. En tanto, el factor sorpresa de Yom Kippur en 1973 tampoco calza del todo, pues obedece a la lógica de un conflicto interestatal y Hamas no es un Estado. Otros han referido la sorpresa ante el imprevisto derrocamiento del Sha en Irán, pero eso fue un asunto esencialmente doméstico, que sólo más tarde escaló.

Lo único medianamente parecido a lo de Gaza fue el atentado sobre las Torres Gemelas. Allí, no sólo se observó la erupción de fuerzas volcánicas. Quedaron sobre el escenario, y de manera definitiva, esos recursos híbridos que están cambiando la naturaleza de los conflictos. (El Líbero)

Iván Witker