Editorial NP: “Hombres libres, esclavos de la ley”

Editorial NP: “Hombres libres, esclavos de la ley”

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El principio liberal según el cual la convivencia armónica de grandes grupos sociales depende del acatamiento de cada cual del conjunto de normas que han acordado respetar es perfectamente atendible, aun conteniendo la paradoja lógica de Cicerón quien hace más de dos mil años sentenciaba que para poder ser libres era menester “ser esclavos de la ley”.

Se entiende que, en tal caso, la libertad, para ser ejercida, exige primero de un conjunto de normas que la enmarquen y sin las cuales, el concepto es impracticable, puesto que, de otra manera, las conductas de las personas se rigen simplemente con arreglo a los pulsos de supervivencia de cada cual, dando lugar al denominado estado de naturaleza o “ley de la selva”. De allí que, en segundo lugar, pero no por ello menos relevante, la práctica de la libertad demanda de un tipo de personas capaces de contener sus propios impulsos y, en consecuencia, de guiar su comportamiento según las normas de convivencia acordadas.

Sin aquella cualidad, la persona puede declararse libre, pero es esclavo de sus pasiones. Por tanto, será incapaz de controlar sus pulsos y terminará trasgrediendo las leyes y normas que sustancian la existencia de la libertad como tal, poniéndose así, en reiterados estados de naturaleza, intentando imponer sus deseos mediante la violencia y, por ende, fuera del marco civilizatorio que la ley protege.

Pero el principio descrito tiene sostén en tanto un conjunto mayor de grupos grandes que conviven en las muy extendidas sociedades modernas, esté de acuerdo con las normas que los rigen, pues, de alguna forma, esas reglas no deben impedir a nadie desarrollar sus propios proyectos de vida, aunque respetando las leyes que prohíben determinadas acciones consideradas mayoritariamente nocivas para la convivencia armónica del conjunto social.

Pero ¿qué pasa cuando las normas de convivencia que los rigen no son aceptadas y se ponen en tela de juicio sus beneficios y justicia?

Acuerdos de convivencia a lo largo de la historia los hay desde el Código de Hammurabi de la desaparecida Babilonia, consistente en 282 leyes que regulaban la vida social y económica y establecía un implacable sistema penal basado en la “Ley del Talión” (“ojo por ojo, diente por diente”); la «Halajá» y los diez mandamientos del milenario convenio entre Dios y el pueblo judeo-cristiano, o el reciente código civil francés o napoleónico de 1802, que terminó con las leyes que sustentaban el sistema feudal y sus normas especiales para la aristocracia, para campesinos, gremios y otras discriminaciones que contradecían aquel grito francés revolucionario de “libertad, igualdad, fraternidad” de 1789.

Demás pareciera señalar, que, junto con las crisis de desarrollo socioeconómico que van impidiendo la satisfacción de necesidades básicas y emergentes a un porcentaje cada vez más alto de la población en esas sociedades, los cambios que, como consecuencia, aquellas sufren, se expresan también en sendas modificaciones de sus sistemas legales, acción con la que se busca ajustar las tradicionales normas, a una más amplia habilitación de conductas emergentes y nuevos intereses que, habiendo estado “fuera de la ley” o no siendo reglados, su libre expresión se entorpece para grupos que han acumulado suficiente poder para exigirlos públicamente.

Teniendo el cambio expresiones legales y materiales, habitualmente socioeconómicas, otras veces culturales, o ambas, hay en el fenómeno una mixtura que, de un lado, le atribuye a la legislación o acuerdo social vigente los problemas que han provocado los incordios y desarmonías sociales a raíz de demandas ciudadanas largamente insatisfechas; y de otro, la capacidad propiamente material, humana e infraestructural, que la sociedad no logra alcanzar con su equipamiento presente, producto tanto de las dificultades que importa conseguirlo, como del atraso que la propia legislación vigente induciría, al impedir otras opciones distintas de gestión.

Sea como fuere, en momentos de cambio si es que se trata de un proceso a desarrollar en el marco de una democracia liberal y no mediante la violencia revolucionaria, el lenguaje y su precisión descriptiva es insustituible para negociaciones en las que habrá que conciliar diversos significados para iguales significantes, de manera de conseguir un texto de convenio legal que si bien no satisfaga a todos, al menos no haya quienes sientan vetados sus propios sueños de vida plena. Un arte de tolerancia y amplitud escasamente practicado en tiempos de polarización.

Tiempos de polarización en los que la falta de consistencia discursiva se torna en una constante porque mientras los hechos de realidad se desenvuelven rápido y por sobre las decisiones de sus eventuales administradores políticos, económicos, sociales y culturales, y además, ahítos de contingencias, con el afán de concentrar fuerzas en sus propios polos, las dirigencias hacen ingentes esfuerzos por ajustar sus dichos pasados y presentes a una suerte de coherencia inexistente que habitualmente lleva su raciocinio a espacios disparatados, en los que la afirmación de ayer se devora la sentencia de hoy, sin consideraciones por los entornos en que los dichos fueron manifestados.

Talvez es de tales constataciones que surge el uróboro, un antiguo símbolo mágico esgrimido en ámbitos del saber oculto que se expresa en la forma de una serpiente o dragón que se muerde la cola, manifestación que para algunos buscaría representar el eterno retorno de las cosas, aunque también el esfuerzo inútil, pues el ciclo vuelve a comenzar, a pesar de las acciones para impedirlo.

En el desarrollo de ideas mediante el lenguaje lógico-descriptivo muchas veces se presentan raciocinios del tipo uróboro como esfuerzo inútil por mantener cierta consistencia -que es valorada como “coherencia”- en decires u opiniones que reflejan los infinitos modos de acercarse a los fenómenos sociales, económicos, políticos o culturales, pero que, a pesar de ser únicos en los hechos del espacio-tiempo, siempre se presentarán múltiples en las opiniones que la verdad indeformable suscita, dependiendo de la perspectiva del observador y haciendo del habla una práctica que mezcla inevitablemente lo objetivo con lo subjetivo, incluidas las ciencias.

Así, por ejemplo, filosóficamente un pacifista puede sostener discursivamente con éxito su convicción en favor de la paz en circunstancias de tranquilidad social y amistad internacional. Pero una invasión enemiga, con la injusticia y horror de la guerra llevada hasta el propio entorno, lo obligará a redibujar su tradicional certidumbre, so pena de quedar atrapado en una postura que, si bien se justificaba en momentos de armonía, muta violentamente como arma arrojadiza en su contra, si la mantiene, a pesar de la intrusión enemiga, en un giro en el que sus propios argumentos terminan devorándolo a sí mismo.

En términos de dilemas morales y políticos tal vez de los más recurridos y discutidos es el que se refiere a la paradoja del tiranicidio en la ética cristiana y al supuesto apoyo que a dicha idea sostenía el destacado teólogo católico Tomás de Aquino, en la medida que el rey, transformado en tirano, al derivar su cuidado desde la cosa pública a la ambición personal, trasgrede la ley divina haciéndose candidato a la pena de muerte, como proponían Juan de Mariana, o Juan de Salisbury. Y si se está a favor de la vida, ¿Cómo se puede aceptar la pena de muerte?

O la idea del mismo autor de la Summa para quien “la justicia sin misericordia es crueldad” y que nos recuerda la sentencia de Salomón rey y juez de cercenar al niño en dos para entregar una parte a cada madre que lo reclamaba como propio, pero que termina por entregar el hijo sano y salvo a la mujer que prefirió perderlo, cediéndolo a la otra, por amor a la vida del pequeño. Aquí también, siendo partidarios de la justicia y caridad ¿Cómo aceptar el acto de amor que desiguala inequitativamente, favoreciendo a unos por sobre otros?

Y es que la norma pétrea puede terminar siendo muy injusta. Summum ius summa iniuria es el aforismo romano que ya hace veinte siglos explicaba que la aplicación de la ley al pie de la letra a veces puede convertirse en la mayor forma de injusticia, particularmente cuando la norma ya no está validada por la práctica social extendida, que es la que, en definitiva, imprime el peso de realidad a la ley, y que, en las democracias liberales, corresponde tan críticamente al juez ajustar en derecho, según atenuantes o agravantes circunstanciales, a una regla general, casi de sentido común, de justicia y equidad.

Por lo demás, la velocidad de los cambios en los diversos planos que ha abierto y sigue abriendo la modernidad -imagine una legislación sobre la edición genética del ADN de su hijo- hace recomendable establecer normas que describan principios de convivencia que, llevados a su plena extensión, si bien pueden “comerse la cola” en su expresión más extrema de sostenimiento de coherencia, el sentido común solo los valora en la medida de su cualidad y efecto social “razonable” “equilibrado” y “moderado”, es decir, emocionalmente armonioso. El constante despliegue de los hechos, por lo demás, se encargará de dejar obsoletas las mas prolijas leyes y normas desarrolladas con aspiración de eternidad, que no sean las que ya han soportado la prueba de milenios en los distintos cuerpos legales que la historia humana le ha heredado a las generaciones presentes.

La propia historia reciente muestra que, por ejemplo, no obstante que el Artículo 19 de la actual Constitución “asegura a todas las personas el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica”, así como la protección de “la vida del que está por nacer” y que “la pena de muerte sólo podrá establecerse por delito contemplado en ley aprobada con quórum calificado”, en el Congreso, habiendo grupos parlamentarios defensores del derecho a la vida outrance, la corporación logró, hace unos años, acordar que este derecho fundamental también tiene -al igual que las libertades- límites ante la emergencia de otros que hasta hace unas décadas no estaban presentes en el ideario nacional. Por cierto, el aborto por tres causales no debería implicar el no respeto a la vida del que está por nacer, tal como, por lo demás, la sociedad acepta el homicidio en el caso de guerra.

Es cierto que la demasiada flexibilidad en la exigencia y defensa de derechos jurídicamente protegidos presenta el riesgo de que aquellos sean llevados por sus incumbentes a extremo, tal como se ha observado de sobra en situaciones recientes. Pero tampoco debería olvidarse que, especialmente en momentos de negociación de un nuevo contrato de convivencia social, las palabras ilimitadas descriptivamente son inútiles, en cuanto su incapacidad definitoria, razón por la que, más allá de las buenas intenciones, siempre existirá la amenaza de algún resquicio interpretativo que derribará los muros de contención significativa del concepto, haciendo del esfuerzo de convergencia actual, un trabajo coyuntural, tal como los continuos cambios que la realidad presenta. La única y verdadera muralla indestructible que asegura un convenio de convivencia estable y de largo plazo es la que logra la norma y la ley transformadas en costumbre social y en cultura que empapa tiempos y generaciones, gracias a su voluntario acatamiento, aceptación, validación e incorporación a la vida diaria, transformándonos así, en “hombres libres, esclavos de la ley”. (NP)