Me imagino el balde de agua fría que esta semana habrá caído encima de quienes marcaron Apruebo, porque una nueva Constitución sería sanadora para Chile y el inicio de algo mejor.
No me refiero al electorado militante de una nueva Constitución, a los que llenaron muchas páginas de cartas y columnas y se pasearon por radios y set de televisión explicando las razones para partir de cero; ni a quienes se identifican con cierta izquierda que buscaba desde hace tiempo —quizás desde siempre— desarmar la trama institucional porque “otro Chile es posible”.
Hablo de miles de chilenos y chilenas que, incluso desde la centroderecha, optaron por darle una oportunidad a una fórmula arriesgada. Ninguna de las promesas que se les hicieron se va a cumplir si el pleno de la Convención aprueba las normas que están despachando sus comisiones. No es que Chile no vaya a mejorar: empeoraría en todos los sentidos posibles de imaginar.
Se prometió fortalecer la democracia. Y vaya cómo se debilitaría si el pleno aprueba la eliminación del Senado y la instalación de un Congreso unicameral. O si avanzan las normas que transforman el Poder Judicial en un servicio público más, sometido al poder político. O la creación de un consejo nacional de medios de comunicación que se debate en la comisión de Derechos fundamentales para disciplinar la libertad de expresión.
Tampoco sería una Constitución de encuentro nacional y reconocida como “la casa de todos” (un lugar común, rentable para su autor y de escandalosa falsedad) cuando la mayoría que domina la Convención persiste en sentirse representante de muchos mandatos, uno por cada identidad. Cuando, además, rechaza todo lo que proponga la derecha, incluso aquello en lo que podría concordar. Y, lo que más preocupa a muchísimos observadores, cuando la centroizquierda prefiere sacrificar la oportunidad de un texto razonable atemorizada por las redes sociales y el conflicto con las otras izquierdas.
En cuanto a que la nueva Constitución daría paso a un nivel superior de desarrollo y seríamos la Nueva Zelandia de América, también hay malas noticias. Si el pleno de la Convención ratifica el rechazo de la comisión de Medio ambiente al principio de libre iniciativa, y respalda la nulidad de todas las concesiones mineras, forestales, eléctricas, etc. en territorios indígenas, vamos despidiéndonos del progreso en cualquiera de sus acepciones.
Llegó el momento —inexcusable, salvo para quienes prefieran seguir mirando al cielo— de reconocer que la experiencia chilena se está pareciendo muchísimo a la que ha cruzado Latinoamérica en los últimos veinte años. Los frutos de esa experiencia son nefastos: empobrecimiento, cuando no miseria; concentración del poder, jueces que caminan en puntas de pie para no molestar a los gobiernos; matonaje institucionalizado, mordaza para el que disiente, y un largo etcétera.
Sus protagonistas han cambiado tantas veces de posiciones que no sabemos cuál es hoy el espíritu del próximo gobierno respecto de lo que está pasando en la Convención. ¿Se identifica con la refundación de la democracia, la asfixia de la economía y la pérdida de autonomía de las instituciones? ¿Es coherente eso con el proyecto “transformador” que le prometieron a Chile?
Sirva de precedente que el Presidente electo aseguraba en una entrevista en julio de 2020, en plena campaña del Apruebo, que prefería “las constituciones más simples que son de mínimos comunes, que logran hacer un equilibrio, un balance de poderes manteniendo la independencia de cada uno”. Más allá de las declaraciones de respeto institucional que se dicen, suponemos, para no enturbiar el ambiente, hay un espacio aún que sus futuros ministros pueden llenar, articulando con sus convencionales decisiones un poco más razonables. (El Mercurio)
Isabel Plá



