Uno de los temas consustanciales al ejercicio de la política es el crecimiento económico. Casi podría decirse que cuando ésta no se ocupa de él –de las políticas públicas que lo promueven y lo facilitan– no será política en todo el sentido de la palabra. ¿Qué política es aquella que no tiene respuesta para el exigente desafío de generar riqueza y expandir la economía, crucial para el bienestar de las naciones y de sus habitantes? La respuesta es muy simple: populismo.
Cuando un político promete bienes que solo se pueden proveer en plenitud con los recursos que genera el crecimiento económico, pero no se hace cargo de cómo crece la economía ni se propone objetivos programáticos en este ámbito –que, entre otras cosas, permitan calzar el gasto fiscal asociado a los bienes prometidos con la disponibilidad presupuestaria del Estado–, cumple con uno de los rasgos esenciales del populismo: ofrecer al pueblo aquello para lo que no se dispone de recursos ni de financiamiento. Para sostener su posición el populista culpará a la élite y a los ricos de la indisponibilidad de recursos para el gasto social, pero nunca se hará cargo de la responsabilidad que le cabe en la baja del caudal del principal contribuyente a las arcas fiscales, el crecimiento de la economía. Tampoco de la disminución del empleo que deriva del estancamiento económico, que es quizá su secuela más dramática.
“Metas de crecimiento no tenemos, porque todo está muy incierto, tampoco podemos llegar y crecer en cualquier cosa o a cualquier costo. La idea es crecer, pero poniendo el acento en nuevas tecnologías”, afirmaba la economista del Frente Amplio Claudia Sanhueza en El Mercurio en julio pasado. A su turno, Nicolás Grau, economista y asesor económico de Gabriel Boric, declaró ante una audiencia de ejecutivos del sector financiero la semana pasada que “una parte de nuestro programa en el corto plazo no es pro-crecimiento, es evidente; cuando uno redistribuye, en el corto plazo eso genera menos crecimiento”. A confesión de parte, relevo de prueba. René Cortázar tenía, entonces, toda la razón cuando afirmaba que el resultado de la implementación del programa económico del presidenciable de la izquierda sería el estancamiento.
En entrevista reciente, Gabriel Boric, presionado por el entrevistador, y como quien improvisa una respuesta para salir del paso, aventuró una cifra para los “primeros años” de su posible gobierno: 3,5%. Pero no se explayó sobre la materia, ni lo ha hecho en otras instancias. Tratándose de una cuestión que incidirá de manera tan decisiva en el desarrollo futuro del país y en el bienestar de la población, la escasez de ideas respecto a cómo se alcanzaría una tasa de crecimiento a todas luces ambiciosa resulta reveladora. Incluso, en una materia de esta envergadura la contradicción entre el presidenciable, que se pronuncia por una tasa de crecimiento significativa, y sus asesores, que no la respaldan ni con sus dichos ni con sus propuestas programáticas, es ilustrativa del problema, de orden estructural, de su candidatura.
Lo cierto es que el crecimiento de Boric podría parecerse más al de Bachelet II (el promedio de esos cuatro años fue de 1,9%), incluso por debajo de aquel, que al de la boyante economía que su programa requeriría para hacer realidad las seductoras promesas de campaña. Justo cuando el país demanda más y no menos crecimiento –arribar a esta conclusión es de Perogrullo, entre otras cosas porque se han agotado los fondos reservados en las arcas fiscales que para apoyar nuevas iniciativas sociales– una candidatura se propone abiertamente postergarlo para más adelante, para ese largo plazo que los sectores de los sectores vulnerables y de los grupos medios no pueden seguir esperando.
Es cosa de recordar cómo terminó el gobierno de Bachelet II –no son pocos los que sitúan el origen del estallido social en esos años de exiguo crecimiento–, para calibrar el enorme riesgo político que se toma un gobierno que lo posterga para darle prioridad a la redistribución (“cuando uno redistribuye, en el corto plazo eso genera menos crecimiento”, en palabras de Nicolás Grau). Porque el estancamiento se cobra un precio muy alto en términos del desarrollo humano y más temprano que tarde le pasa la cuenta al gobierno que se lo toma a la ligera. (El Líbero)
Claudio Hohmann



