Ha comenzado una nueva discusión sobre legalización del aborto, aunque esta vez de carácter libre y hasta las 14 semanas de gestación. No pasó la segunda sesión de revisión aquél proyecto, en la Comisión de Mujeres y Equidad de Género de la Cámara de Diputados, para que la declaración de la Presidenta de la instancia ya causara polémica. Ella, sin los rodeos que caracterizaron la discusión del proyecto de las tres causales, llamó al “orden” a ciudadanas que habían concurrido a dicha instancia por referirse al no nacido como “bebé”, “guagua” o “niño” y ubicó la trascendencia de la discusión en su lugar: “lo que hay antes del nacimiento no es una persona, no es una guagua”.
Detrás de esta polémica hay un aspecto de profundo significado social y jurídico que, para estas parlamentarias, no es inocuo. Las diputadas saben bien que de reconocer que todos los seres humanos tienen derecho a la personalidad jurídica – cualquiera sea su edad, sexo, extirpe o condición o atributo accesorio- ni siquiera la más extrema de los o las liberales (a partir del principio del daño) podría aceptar la legitimidad de la occisión directa de la criatura no nacida. Menos aún si aquello implica que el Estado debiera abandonar su deber de reconocer la personalidad subjetiva y proteger al no nacido, presupuesto mínimo para legitimar la autorización sin motivos para que una mujer pueda sacrificar a su hijo o hija. La opción por la “despersonalización” detrás de este proyecto, solidifica su columna vertebral: hay una clase de seres humanos susceptibles de instrumentalización.
Con el objetivo de ganar espacios de autonomía, lo que representa una gran expectativa para nosotras las mujeres, este proyecto acepta el costo de retroceder los pasos que la humanidad había logrado avanzar con la cristalización de tratados sobre derechos humanos. Las premisas de estos documentos fueron al menos dos: “Todos los seres humanos son dignos” y “todos los seres humanos por su dignidad, son titulares de derechos humanos”. La valoración social que sustentan estas premisas, están ubicadas en una antropología filosófica humanista que se presentó como única alternativa para superar los horrores del holocausto y que supuso que ningún poder temporal podría desconocer la dignidad de los seres humanos, a partir de sus características accesorias como la edad o la raza. Por lo mismo, el estatuto de persona se construye a partir de cualidades esenciales; esto es, la cualidad natural, aunque no actualmente ejercitable (niños o enfermos, por ejemplo), del pensamiento conceptual y la libre elección. Esta es la razón de que la Convención Americana de los Derechos Humanos reconozca la personalidad jurídica del no nacido desde la concepción y que la Convención de los Derechos del Niño en su preámbulo exija a los estados una protección de los “niños” antes y después de su nacimiento.
El desafío está en avanzar, pero sin retroceder. (La Tercera)
Soledad Alvear



