La política chilena está plagada de mitos y prejuicios instalados desde el lenguaje a costa de machacantes repeticiones cargadas de los contenidos emocionales que sus promotores le imponen y que terminan por convencer al auditor de que lo que se reclama como característica central del significante es lo que se le atribuye emotivamente y no lo que realmente es.
Un caso prototípico -hay muchos- ha sido el uso indiscriminado del concepto de “neoliberalismo” para caracterizar una serie de propuestas económicas y sociales aplicadas en Chile y cuya significación original, acuñada por el economista alemán antinazi, Alexander Rüstow, en el Coloquio Walter Lippmann hacia fines de los 30, buscaba encontrar una “tercera vía” entre el liberalismo clásico y la planificación estatal económica tras la Gran Depresión de inicios de los 30, atribuida al liberalismo tradicional. En los años siguientes, la nueva teoría neoliberal se caracterizó justamente por lo contrario de lo que sus detractores actuales la acusan, es decir, por rechazar el laissez-faire del liberalismo clásico y promover una economía social de mercado tutelada por un Estado fuerte.
El término tendió a desaparecer a raíz de la II Guerra y posterior a ella -que entregó enormes facultades a los Estados y acunó el estatismo en diversos espacios nacionales- volviendo a la palestra durante la crisis de los socialismos del Este europeo en los 80 y tras reformas económicas llevadas a cabo en Chile en los 70 por profesionales criollos egresados de la Escuela de Chicago, los “Chicago Boys”. De allí que el término “neoliberal” esté asociado a economistas como von Hayek, Friedman o Harberger, profesores de esa escuela, la que también se vincula a políticas económicas de Margaret Thatcher, en el Reino Unido, y de Ronald Reagan, en EE.UU.
A partir de aquello, por razones partidistas que enfrentaron a quienes estaban o por la expansión o la contracción de la influencia del Estado en las libertades personales y su creciente carga en impuestos de guerra y/o justicialistas sobre la sociedad civil, el concepto adoptó connotaciones peyorativas, al tiempo que aquella rüstowiana tendencia neoliberal pasó de defender posturas moderadas o “terceras vías”, a una que promovía un mayor laissez-faire para los particulares, menos impuestos y Estados más reducidos, así como una liberación de los “espíritus animales” y creativos del capitalismo.
En la actualidad no hay un criterio para determinar qué es “neoliberalismo” y, por lo general, tiene un uso propagandístico, empleado para abarcar gran diversidad de ideas dispares dentro de los muy amplios espectros ideológicos del liberalismo y el conservadurismo de derecha. Por otro lado, la adopción de políticas neoliberales en la mayoría de los países desarrollados desde los 70 se ven nuevamente como la causa de la crisis del sistema financiero del 2008 que arrastró al mundo a una nueva Gran Recesión. Adicionalmente, aún sin superar los efectos de esa crisis, el advenimiento de la pandemia del coronavirus y los mayores requerimientos que ella está exigiendo a los Estados para enfrentar las consecuencias de la paralización económica, emerge como factor desencadenante de nuevas acusaciones en contra del “neoliberalismo”, atacado ahora por la supuesta debilidad que habría provocado en los Estados para poder enfrentar el desafío de la enfermedad con éxito.
La fuerza de la resignificación de ciertos conceptos es de tal entidad que resulta muchas veces inútil intentar rescatar significaciones originales, así como invitar a los convencidos a revisar la realidad y contrastarla con las apreciaciones que sustentan sus prejuicios y mitos, que es anatema afirmar que es justamente, gracias al “neoliberalismo”, que el país consiguió generar los ahorros y riqueza que hoy le han permitido responder a urgencias que han surgido de la paralización pandémica, uno de cuyos ejemplos más paradigmáticos es el retiro del 10% de los ahorros previsionales de cada quien, así como la disposición estatal de más de US$34 mil millones para solventar ingresos, salud y alimentación para millones de chilenos que debieron detener su actividad. También es resultado del “neoliberalismo” que el país mantenga un crédito internacional potente, no obstante el aumento de la deuda externa en que deberá incurrir en los próximos meses y años.
Si por neoliberalismo se entiende la suma de la más amplia libertad de emprendimiento y cultivo de todo aquello que no esté expresamente prohibido por la ley, con un Estado cuyas funciones que no pueden ser reemplazadas por particulares pueden cumplirse eficaz y eficientemente merced a una carga tributaria razonable, así como proteger, con su potestad jurídica, el trabajo y propiedad de cada quien ante el poder del más fuerte o violento, entonces Chile ya dejó de ser “neoliberal” hace años y con las consecuencias de la pandemia, lo será aún menos.
En efecto, hasta hace un tiempo, la generación de valor en Chile radicaba ostensiblemente en el sector privado, el que producía aproximadamente el 80% del PIB, mientras el Estado explicaba el 20% restante, al tiempo que su gasto fiscal, generado básicamente por los tributos ciudadanos, se mantenía en consonancia con esos ingresos. Con la ampliación de la presencia del Estado y exigencias de mayores gastos, gratuidad y derechos en áreas como la salud, educación, vivienda, previsión y obras públicas, esa proporción varió ostensiblemente y se entiende que, debilitados los particulares, el país avanza hacia una calificación de varias de sus actividades como “derechos” exigibles constitucionalmente, al tiempo que se preanuncia presión adicional para integrar a estos derechos el acceso a servicios esenciales como agua, energía, internet y telecomunicaciones
Y para terminar con la discriminación odiosa de una cámara de jóvenes comunes y otra de selectos miembros de la senectud, se propone un Congreso unicameral que le entregue a sus parlamentarios mayores atribuciones, entre ellas, de gasto fiscal, y menos al Presidente, como jefe del Estado, y como jefe de Gobierno, compartir su poder con un primer ministro electo por dicha cámara. Todos cambios, que, a mayor abundamiento, se han ido produciendo de modo casi inevitable, en donde los liberales de toda especie no han podido o querido reaccionar para enfrentarlos con políticas adecuadas a los principios del neoliberalismo de Chicago. Más bien se han ido adecuando a ese neoliberalismo original, con menos laissez-faire y Estado más fuerte, en salud, educación, previsión, derechos sociales y de consumo, aunque aún, por fortuna, se sigan protegiendo los derechos de emprendimiento, trabajo y propiedad, configurando así un país más socialdemócrata o socialcristiano estilo europeo que uno “neoliberal” anglosajón.
No debería llamar, pues, la atención, las recientes declaraciones de distinguidos representantes de la derecha chilena en sus diferentes vertientes como las de Joaquín Lavín o Cristián Monckeberg, quienes han declarado su adhesión a ciertos aspectos de la mirada socialdemócrata o socialcristiana, respectivamente, pues, en los hechos, junto con la evidencia que la actual derecha chilena tiene dichas vertientes desde su origen y por sobre el interés partidista que busca proteger esas marcas ideológicas, lo real es que la derecha ha dejado de defender un modelo de corte propiamente liberal y se aproxima, al menos en lo que a influencia del Estado en la sociedad y la economía se refiere, a uno más social.
La historia, por lo demás, muestra reiteradas expansiones y contracciones del espacio que ocupan el Estado o los ciudadanos en el desarrollo sociopolítico y económico de las naciones. Las sociedades libres nacidas habitualmente de la lucha en contra de un poder concentrado avasallador y abusivo interno o externo, han tenido como límite el momento en que los particulares más exitosos del nuevo Estado alcanzan un nivel de poder tal que hace indispensable la intervención de la política para equilibrar y viabilizar estructuras sociales al borde del desorden. De allí en adelante, se inicia nuevamente un avance del Estado y la política, la que, por razones de igualdad y orden, se va agregando más poder jurídico, político normativo y económico, hasta un punto en el que la ciudadanía, ante la progresiva restricción de libertades, reacciona exigiendo la reducción de esa tutela estatal en el quehacer de las personas, buscando autonomía para edificar sus propios sueños.
Ingratamente, para quienes, como los neoliberales a lo Rüstow, creen que libertad e igualdad ante la ley pueden coexistir sin conflictos cuando se concilian, con justas prelaciones, las urgencias de las personas, tal como lo señalara Felipe Kast en su carta crítica al giro socialdemócrata de Lavín, más que el resultado de una devastadora acción opositora del tipo socialista, la ruta abierta por la crisis del 2008, sumada a los escándalos políticos, económicos, militares y religiosos de la década siguiente y las previsibles consecuencias de la actual pandemia, han conformado para el sistema un escenario en el que la derecha tradicional deberá reajustar sus conceptos si no quiere desaparecer como opción política.
Quienes aman la libertad, empero, deben persistir en su lucha por una sociedad en la que sus ciudadanos sean personas que logren el nivel de conocimiento y educación que impide su uso y abuso por parte de poderes y elites de diversa naturaleza, al tiempo que mantener el cultivo sostenido -en las buenas y las malas- de una ética económico social que conjugue los derechos ciudadanos con la responsabilidad, integridad, los deberes y la solidaridad. Un grupo humano virtuoso y sustentado en esa sólida base moral es la semilla vivificante para el momento de conseguir los difíciles equilibrios entre los espacios de libertad que el Estado debe abrir a sus ciudadanos y el de la justa intervención igualadora que las personas deben permitirle a su Estado, uno tan poderoso y peligroso que su potencia debe ser regulada con una Constitución que impida sus abusos y trasgresiones de los derechos humanos. (NP)



