Hace unos años, el entonces presidente de la Fundación Mont Pélerin, Chiaki Nishiyama, relataba la siguiente situación hipotética: una joven madre viuda paseaba por una solitaria playa junto a sus dos hijos, uno de cuatro años y el segundo de apenas tres meses, al que amamantaba y que, por tanto, era aun totalmente dependiente de ella. El niño mayor jugueteaba corriendo y saltando alegremente entre la playa y las olas hasta que, en un momento, una de ellas lo atrapó y comenzó a arrastrar hacia las profundidades. Sola como estaba, intentó rescatarlo, aunque corriendo grave riesgo, pues no sabía nadar y porque, adicionalmente, cargaba al otro hijo pequeño. De otro lado, si dejaba a éste último en la playa para salvar al otro antes que el mar se lo llevara, el riesgo era que no sólo muriera ahogado el mayor, sino también ella y, por añadidura, el menor, de inanición, puesto que en la isla los habitantes más cercanos estaban a kilómetros y no solían visitarse sino cada dos o tres semanas.
La pregunta de Nishiyama al público tras el relato era cuál sería la decisión que adoptaría la madre. Como es obvio, se generaba una fogosa polémica entre quienes asumían, desde el indiscutible sentimiento de amor, que la madre debía correr el riesgo de lanzarse al agua dejando al otro pequeño en la playa, dado que se trataba de la vida de su hijo primogénito, aunque, algunos se atrevían a contender la impulsiva postura desde cierta racionalidad que advertía que más valían dos vidas que tres muertes.
Un reciente fallo de la Corte Suprema que dispone que el Estado debe financiar un fármaco -no considerado en las coberturas de la Ley Ricarte Soto- para un niño gravemente enfermo y cuyo costo alcanza a un valor anual de 500 millones de pesos podría asimilarse a la anterior aporía, en tanto enfrenta a la sociedad a la poco feliz disyuntiva moral de jerarquizar el salvataje de la vida de un pequeño, versus el uso de esos recursos en similares urgencias médico sociales que afectan a otros tantos niños.
En efecto, la decisión de los jueces es, por cierto, congruente con el derecho a la vida garantizado por la Constitución y, por consiguiente, aquel –desde tal perspectiva- debe prevalecer, como señala la sentencia, por sobre las restricciones presupuestarias del Fisco, una jerarquización valórica que, por lo demás, es análoga a la que tuvo en cuenta el Presidente Piñera cuando, durante su primera administración, sin considerar costos involucrados, utilizó todos los recursos disponibles del Estado para salvar la vida de 33 mineros sepultados en las profundidades de una mina en el norte del país, sin pensar en los usos alternativos de esos fondos.
Han surgido, empero, opiniones que expresan preocupación por que fallos de esta índole pudieran incidir negativamente en la disposición y uso de limitados recursos fiscales, en la medida que, sustentados en la sentencia, otros ciudadanos pudieran impetrar títulos para reclamar que el Estado financie bienes que les permitan asegurar tal derecho, pudiendo extenderse no solo a casos similares, sino, incluso, a otros que lo sustentan, como alimentación, vivienda o seguridad pública, todo lo cual enerva las posibilidades estatales de resolver enormes carencias de larga data, pues se trata de derechos consagrados en la Constitución y reafirmados por el poder judicial, sin importar las limitaciones financieras.
Es decir, el fallo, como resulta lógico jurídicamente, coloca, aquí y ahora, el derecho a la vida por sobre restricciones presupuestarias, aunque es evidente que no es lo mismo responder a aquellas demandas en un entorno de abundancia, que en uno de escasez, pues se entiende que, como sociedad, se debe hacer todo lo posible por defender la vida y demás derechos de las personas. Por lo demás, el propio sentido común ha acatado siempre modificar las prioridades cuando dineros escasos han debido destinarse prioritariamente a superar, por ejemplo, los efectos de un terremoto que afecta a decenas de miles de personas, como ha ocurrido en el pasado, sin oponer otras objeciones que no sean las de exigir rapidez de respuesta a los propios problemas de reconstrucción.
Pero al mismo tiempo, la sentencia de la máxima orgánica del Poder Judicial pone a las instituciones del Estado involucradas en una colisión de propósitos cuya relevancia y dificultad radica en razonar-aquilatar las consecuencias de decisiones institucionales basadas en distintas racionalidades (jurídica o económica), lo que recuerda el caso de familias que, para extender la vida de una madre o padre gravemente enfermo, van prácticamente a la quiebra, enajenando patrimonios trabajosamente conseguido a lo largo de una vida para extender la del ser amado, sin considerar sus efectos en la generación posterior.
En economía, en términos simples, se entiende por “costo de oportunidad” aquel que se paga como consecuencia de haber gastado-invertido recursos escasos en un proyecto determinado y no en otro cuya rentabilidad social pudo haber sido mayor, lo que, a su turno, habría permitido una mayor retribución y, por consiguiente, un crecimiento más rápido, redundando en mejor calidad de vida para más personas. Es decir, las políticas públicas, dado que los Estados –y las personas- cuentan con recursos finitos, deben priorizar necesidades en una cierta pirámide en la que se busca invertir, primero, en aquellos bienes con mayor rentabilidad, para generar así recursos con más rapidez que permitan, luego, satisfacer, a mayor velocidad, los con menos rentabilidad social.
Pero en materia jurídica, siendo el derecho el punto de partida axiomático de la argumentación, el concepto de “costo de oportunidad” no es parte de la ecuación, puesto que de lo que la justicia trata es de proteger bienes constitucionales y jurídicos legislados y aprobados por representantes de la ciudadanía y no de sostener la racionalidad político-económica de coyuntura que fundamenta la pirámide de proyectos o necesidades establecida por la discusión democrática entre Ejecutivo y Parlamento y que también la propia ciudadanía avala en elecciones periódicas.
Es decir, la propia sociedad –y los respectivos poderes legítimos o de facto que la representan- dibuja y prescribe no solo el conjunto de normas, derechos y deberes con los que busca vivir, sino también la jerarquización de necesidades que decide relevante para ciertos períodos, de manera de distribuir los siempre escasos recursos de acuerdo con ella.
¿Ha sido correcta la forma en que nuestra sociedad han distribuido política y socialmente, hasta ahora, los recursos escasos que la economía genera?
Seguramente no. Pero es lo que en democracia hemos analizado, tratado, negociado y conseguido. La decisión de la Corte Suprema solo ha cumplido con remarcar un principio que debería ser indiscutible: que, sin el derecho a la vida, ninguno de los otros es plausible.
Pero, entonces, ¿Debe nuestra sociedad honrar aquí y ahora el conjunto de derechos que constitucionalmente nos hemos dado? ¿Falla el Estado, por ejemplo, cuando el derecho a la vida es quebrantado por delincuentes que dan muerte a un tercero porque aquel no tuvo la debida protección policial debido a sus restricciones presupuestarias? ¿Podría, en rigor, algún familiar de esos miles de víctimas impetrar igual derecho ante Tribunales, obligando al Fisco a indemnizarlo por su incompetencia? Y si así fuera ¿tendría el Estado la capacidad político-económica de responder? ¿No coloca el fallo de la Corte al propio Estado del que forma parte en un punto de quiebre en el que, o el Ejecutivo pasa a llevar la sentencia de los Tribunales, desobedeciendo la sentencia, o transparenta y reconoce su incapacidad económico-social de surtir en plenitud el conjunto de derechos que nuestra carta magna establece?
Es muy probable que la sentencia, coherente en sus fundamentos, se contraponga, en los hechos, con las posibilidades del Fisco de honrarla, aún más, si aquella se extendiera en sus efectos, aunque, en tal caso, estaríamos entendiendo los derechos como accesibles en su completitud, sin que la sociedad ni el Estado pueda omitirse bajo ninguna circunstancia, desde el mismo momento en el que se establecieron en la Constitución y no como objetivos civilizatorios a alcanzar en la máxima medida de lo posible, según los tiempos, entornos y equilibrado juicio sistémico de legisladores y magistrados.
De ser así, la aporía se plantea de modo que: o la política democrática y sus complejos procesos de negociación y decisión de prelaciones para el uso de los recursos sociales disponibles se hacen redundantes, porque los Tribunales los distribuyen con arreglo a las demandas de esos derechos exigibles en plenitud; o los dictámenes de la Justicia, con todo su fundamentos jurídico, moral y civilizatorio, se hacen rebatibles, debilitando, de paso, los propios derechos demandados al no poder ser cumplidos en toda su extensión. Tamaño dilema para el «orden de la ciudad».
Tomas Chuaqui en su análisis de Maquiavelo nos recuerda que “La originalidad de Maquiavelo no reside en su cruda descripción de los mecanismos y prácticas del poder, sino en la evaluación normativa que ofrece de estas circunstancias empíricas». Y agrega «Maquiavelo no sólo muestra que en lo político se hace y se ha hecho el mal, sino que, y más radicalmente, argumenta decididamente que en lo político se debe hacer el mal”.
Parece, pues, que una lógica de derechos exigibles en plenitud –Summum ius summa iniuria– de los cuales la sociedad y el Estado no pueden omitirse en ninguna circunstancia, puede, paradójicamente, terminar interpretando como un «mal» la eventual decisión de la joven viuda de Nishiyama de salvarse ella y su hijo pequeño, dejando morir al mayor; o el disponer ingentes recursos estatales para salvar a 33 mineros, o que un Parlamento asigne miles de millones de dólares en gratuidad universal para la educación superior a sectores de altos ingresos, no obstante que, v.gr., en el país haya aún cientos de miles de personas viviendo en la extrema pobreza u otros miles mueran de cáncer sin la debida atención médica.
Entonces, ¿son estas decisiones un «mal» en sí mismo? ¿Yerran en la “correcta” prelación de disposición de recursos para resolver problemas que se estiman aún más acuciantes?
Por cierto que no, porque, en definitiva, frente a situaciones en la que principios morales entran en colisión, su valoración dependerá de la perspectiva de quienes aprecian dichas decisiones. Es decir, no hay, en estos casos, necesariamente una “respuesta correcta”, pues la racionalidad puede indicarnos caminos, pero ella no es ni la única dueña de nuestras decisiones, ni siempre nos conduce a escenarios que entendamos de modo unánime socialmente convenientes o éticos. Sólo desde esta posición se pueden comprender los “actos heroicos”, en los que, no obstante no haber proporcionalidad racional de costo-beneficio evidente para el mártir, aquellos son validados y aplaudidos por el sentido común.
Así y todo, más allá del afecto y solidaridad social o racionalidad con que se adopten las decisiones, tanto para “el orden de la casa” (economía), como para “el orden de la ciudad” (política) aquellas siempre tendrán costos (males) y beneficios (bienes) aunque su cuantía se valorará, finalmente, según la visión, moralidad e intereses de cada quien, provocando debates como el comentado, pues, a pesar de todo, se espera que los jueces fallen con cierto equilibrio entre daño y reparación, tantas veces, incluso, sobre bienes cuya cuantificación no es objetivable.
De allí, probablemente, las dificultades que hemos tenido para que justicia y afecto social converjan en algún recodo de nuestra accidentada ruta como país y que, seguramente, nos volverá a enfrentar en los muchos otros ámbitos de las tantas urgencias y diferentes prelaciones posibles que incluye nuestra compleja vida en sociedad. (NP)



