La escena de esos liceanos pateando en el suelo -literalmente- a un carabinero que trataba de cubrirse inútilmente ha dado origen a dos tipos de reacciones más o menos predecibles.
Hay quienes, hipnotizados por la violencia de la escena, no ven en ella más que una conducta transgresora, un acto que rompe las reglas y que requiere, en consecuencia, ser disciplinado mediante el viejo remedio homeopático del Estado: curar la coacción que esos alumnos ejercieron contra el carabinero, aplicándoles a ellos, ahora de vuelta, la coacción estatal. El problema consistiría en elaborar sanciones que estén a la altura de la transgresión.
En el otro extremo se encuentran quienes apartan la vista de la escena violenta y prefieren encontrarle un significado que la dignifique. Para quienes así piensan, esa violencia es una respuesta a otro tipo de violencia de la que esos jóvenes serían víctimas, de manera que sus actos equivaldrían a una especie de defensa desesperada. En este caso se trataría de atender a los motivos que animan su conducta.
Ambos puntos de vista coinciden en algo: se acercan al acontecimiento como si él fuera una manifestación de algo más o menos conocido: la debilidad de la autoridad en el primer caso, la exclusión en el otro. Los viejos problemas de la sociedad: la falta de poder o la falta de justicia.
Sin embargo, cuando se mira más de cerca ese acto de violencia (y se recuerda a otros similares), lo que debe llamar la atención es su total falta de significado, su sinsentido, el vacío que lo constituye.
Ese sinsentido que los overoles blancos -que representan el vacío y una absurda inocencia- subrayan.
Como todo el mundo sabe, las sociedades humanas no son ajenas a la violencia. La lección más vieja de la filosofía política es que la sociedad se erige sobre una violencia latente: desde la construcción de la nación a las reglas del mercado, exigen la amenaza de la coacción. En todos esos casos (y en los que se le oponen, como ocurre con la violencia revolucionaria) se trata, sin embargo, de una violencia cuyos ejecutores esgrimen algún significado para legitimarla; el acto violento aparece como una conducta con sentido.
Pero lo más notable de lo que ha venido ocurriendo (especialmente en los liceos) es que se trata de explosiones que no reivindican para sí ningún significado, ninguna agenda o sentido o meta que los justifique. El hecho de que este tipo de actos, que amenazan con repetirse, carezcan de cualquier tipo de agenda, programa o planteamiento que busque ser promovido (más que las quejas genéricas contra las instituciones) es lo que reclama algún tipo de interpretación.
En una frase: ¿cuál es el significado de esa total falta de significado?
La literatura psicoanalítica describe este tipo de conducta desde antiguo. Para Freud este tipo de explosión (Freud, claro, la examinó a nivel individual) era una forma muda de poner en acto la angustia, el sujeto trataría de expresar en acto lo que es imposible de poner en palabras. Más tarde Lacan sugirió agregar otro tipo de comportamiento que llamó el «pasaje al acto», simplemente salir de escena. En este caso el sujeto no intenta comunicar simbólicamente nada, sino que se pone fuera de cualquier red simbólica, su acto es simplemente una huida.
¿Sirven esos puntos de vista para comprender políticamente la conducta de esos jóvenes?
Sin duda.
En ellos no hay mayores demandas de bienestar (si bien tienen carencias, ellos son hijos del momento de mayor bienestar material que nunca vivió la sociedad chilena), tampoco les falta, por decirlo así, libertad en el sentido liberal de la expresión (la juventud de hoy goza de mayor disponibilidad de su tiempo y de su cuerpo que la de cualquier otra época). Motivos para reclamar y ejercer violencia hubo muchísimos más hace tres décadas, donde estos actos, sin embargo, no se producían. Los jóvenes hoy viven mejor y tienen cada vez menos injerencia por parte de otros en sus vidas: ¿cuál es, entonces, el motivo de esa conducta explosiva, de esa violencia vacía?
Es probable que esa conducta sea la prueba de que la sociedad contemporánea, con sus rutinas de consumo, su debilitamiento de los grupos primarios (desde la familia, el barrio y la iglesia) y la vacuidad de sus ideologías políticas (es cosa de mirar el parlamento y el tipo de cosas que allí se discuten), esté privando a los jóvenes de un lugar donde situarse, por decirlo así, cognitivamente. Y es que hay algo peor que la discriminación: la falta de coordenadas de significado para definirse siquiera como excluido. Una sociedad pobre pero con grupos primarios firmes (sindicatos, iglesias, partidos) puede, paradójicamente, ofrecer a los jóvenes un mejor sitio simbólico (siquiera el lugar de víctima de injusticia); pero hoy algunos jóvenes están quedando por definición fuera de escena -ni de privados ni integrados- y esas explosiones de violencia sin sentido parecen simplemente subrayarlo.
¿No será que por temerles a sus excesos se han devaluado demasiado las ideologías y la acción colectiva hasta amenazar con la intemperie?
Chesterton observó alguna vez que la vida de los seres humanos era como un cuento de hadas, requería algún tipo de fantasía que la sostuviera. Pretender que es mejor vivir sin fantasías o ideologías, sugería, es tan tonto como si Cenicienta preguntara por qué debe irse a las doce. La respuesta, dice Chesterton, es obvia: si no tuviera que irse a las doce, si no hubiera fantasía, la propia Cenicienta no tendría lugar alguno en el cuento. (El Mercurio)
Carlos Peña



