Objeción de conciencia y convenios estatales

Objeción de conciencia y convenios estatales

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El protocolo sobre objeción de conciencia que está siendo hoy objeto de debate plantea una serie de problemas de interés público que es necesario considerar.

Se ha discutido (vid. editorial 4 de julio) si acaso es razonable que una entidad privada sustituya al Estado en la provisión de un bien (que sin embargo se financia con rentas generales) y, a la vez, pueda ejercer la objeción de conciencia institucional respecto del mismo.

El criterio de la Contraloría General de la República es que algo así no es admitido por el derecho vigente. Y la razón parece obvia. Si se permitiera que el Estado celebrara convenios para proveer ciertos bienes, pero al mismo tiempo admitiera que la distribución de esos bienes se efectuara atendiendo a convicciones morales de índole particular, el Estado estaría eludiendo los deberes que la ley le impone. La celebración de convenios, entonces, en vez de realizar los fines o funciones del Estado, tendría por objeto indirectamente eludirlos.

La situación es similar a la que ocurre en colegios subvencionados. Un colegio que se financia con rentas generales no podría pretender enseñar un currículum idiosincrásico, distinto del mínimo obligatorio. Si el Estado lo permitiera, entonces estaría abandonando sus deberes. Es razonable que un colegio pretenda (aunque tampoco es admitido por otras razones) enseñar lo que le plazca de acuerdo a sus convicciones, pero no es razonable que pretenda, esgrimiendo la libertad de enseñanza, que esa actividad se financie con rentas generales. Nadie admitiría, por ejemplo, que la escuela de un grupo amish pretendiera sustituir del todo el currículum mínimo obligatorio y así y todo obtener el financiamiento público. Y al no admitirlo no se estaría derogando el derecho a esa forma de vida, sino que se estaría negando que esa opción se financiara con rentas generales. Así, la analogía que un editorial de «El Mercurio» (4 de julio) efectúa entre la situación descrita y la de los establecimientos educacionales que se financian con rentas generales es totalmente errada.

Así pues, la decisión de la Contraloría no «minimiza» la objeción: la pone en los límites que exige el derecho vigente.

A la misma conclusión se llega cuando se examina con detención la índole de la objeción de conciencia.

La objeción de conciencia se verifica cuando una persona se ve puesta ante la disyuntiva de obedecer la ley, sacrificando sus convicciones morales más profundas, u homenajear a estas últimas desobedeciendo la ley. Allí donde la objeción de conciencia se admite, es posible entonces ser fiel a la propia conciencia moral e infiel a la ley. Como es fácil comprender, se trata de un derecho excepcional. Hay cuatro razones para esa excepcionalidad.

La primera es que el objetor de conciencia se aprovecha del derecho vigente, de las leyes adoptadas luego del debate democrático, de los bienes que ellas proveen, y sin embargo no tiene una actitud recíproca hacia ellas, puesto que se niega a cumplirlas parcialmente (vid. Critón, 52a). Ello demanda entonces del objetor muy poderosas razones. La segunda es que la objeción puede admitirse únicamente si no lesiona derechos de terceros (Mill, Sobre la libertad). Aunque usted crea que la muerte violenta es la entrada al cielo, usted no podría esgrimir su conciencia para eximirse de cometer homicidio. La tercera es que la objeción de conciencia institucional es instrumental respecto de la conciencia individual de los miembros de la organización, no es un apoyo del Estado, o un subsidio, para que la organización discipline las creencias de sus miembros. La cuarta es que la cooperación social, en una sociedad plural, no puede descansar en las creencias comprehensivas de sus miembros. Los miembros de una sociedad plural están obligados a cooperar entre sí en base a una concepción compartida. Esto no significa excluir las creencias religiosas o de otra índole, pero el cumplimiento de la ley y la cooperación social no pueden descansar en ellas.

Pues bien. Es fácil comprender que un derecho tan excepcional como ese, que interrumpe la reciprocidad que se deben los ciudadanos en el cumplimiento de la ley, que es meramente instrumental respecto de la conciencia individual y que no descansa sobre concepciones compartidas, no puede ejercerse a propósito de un convenio financiado con rentas generales y mientras se realizan funciones que prima facie corresponden al Estado.

Una sociedad abierta y plural debe admitir, sin duda, la objeción de conciencia y dentro de ciertos límites extenderla a las instituciones; pero no debe llegar al extremo de financiar con rentas generales la actividad del objetor o permitir que el Estado, que está obligado a proveer a todos un cierto bien o un conjunto de prestaciones, delegue esa tarea en una institución a sabiendas de que ella promueve creencias que le impedirán llevarla a cabo.

Carlos Peña

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