Se cumplen tres años desde que las fuerzas políticas decidieran dar una respuesta constituyente a una agitación social que amenazaba con interrumpir el proceso democrático y entrar en uno de anarquía.
Sin pretender explicar lo que se vivía en la época, me parece que en las protestas masivas y en la legitimación popular de la violencia se expresaba un fuerte descontento por la incapacidad del sistema político para afrontar demandas sociales largamente reclamadas y postergadas.
Al cabo de tres años, ni la política ni la Administración Pública se muestran en mejores condiciones para enfrentar con eficiencia los mismos problemas y otros que se siguen acumulando. Las causas del malestar de hace tres años no tienen por qué haber desaparecido.
El debate constitucional, lejos de procurar reorganizar el Estado y la política, adaptándolos para abordar con eficacia y celeridad esos problemas sociales, se plagó de emblemas identitarios y de principios sociales y hasta culturales, como si enunciados altisonantes puestos en el texto constitucional pudieran cambiar la realidad.
Mucho ha cambiado en estos tres años, pero no me parece que se haya modificado la concepción de Constitución que se instaló ese 15-N. Mientras eso permanezca, mientras sigamos concibiendo el debate constitucional como uno identitario y de principios; mientras pensemos que una Constitución puede, por sí, solucionar nuestras luchas identitarias, y fijar el orden económico social y cultural, estaremos pidiéndole peras al olmo y el acuerdo del 15-N seguirá sin servir de mucho. Por cierto que una Constitución puede hacer mucho por estos problemas, pero indirectamente, mejorando la política, que es la llamada a abordarlos. (El Mercurio Cartas)
Jorge Correa Sutil



