Populismo y nostalgia marxista- Miguel Saralegui

Populismo y nostalgia marxista- Miguel Saralegui

Compartir

Hoy el liberalismo está triste. El actual decaimiento contrasta con la alegría exaltada de hace treinta años, cuando caía el Muro de Berlín. En el plano intelectual, el texto que mejor reflejaba aquel sentimiento de superioridad era “El final de la historia” de Francis Fukuyama. Muchos filósofos lo han considerado presuntuoso. Solo quien carece de imaginación podía pensar que la historia había dejado de ser el reino de la fortuna por algo tan coyuntural como la conclusión de la Guerra Fría.

A pesar de su validez conceptual, estos reproches son menos razonables desde un punto de vista político. En la década de los 90, nadie tenía dudas de que el último gran episodio de la historia había terminado: en la guerra entre liberalismo y comunismo, los liberales habían vencido por goleada. A comienzos de los noventa, lo que coincide con la Transición chilena, nadie dudaba de que el fin de la historia no consistiría en el paraíso sin clases, sino en irse de compras, invertir en pisos y pensar en la realización personal en forma de vacaciones y hobbies. Si no se había acabado la historia, todos estábamos seguros de que se había acabado la política.

Pero el liberalismo ha dejado de estar contento. Después del Antiguo Régimen, de los fascismos y del socialismo, el liberalismo se enfrenta a un nuevo enemigo: el populismo. El liberalismo no debería inquietarse por un populismo cuyos representantes emblemáticos son Donald Trump o Jair Bolsonaro. Sus propias contradicciones, su cortoplacismo, su falta de ideales alternativos al liberalismo condenan al populismo a la irrelevancia. El populismo es una estrategia electoral que puede debilitar a las instituciones liberales, pero que no puede ni quiere sustituirlas. Por lo tanto, debemos resolver la siguiente pregunta: ¿por qué el liberalismo, que no perdió el sentido del humor en su batalla secular contra Marx, sí lo está perdiendo en su disputa con Nigel Farage?

A diferencia del marxismo, el populismo no defiende una concepción alternativa de la sociedad. El populista también es individualista y capitalista. Si el plebiscito es una herramienta necesaria y peligrosa para un liberalismo que considera que todo poder debe ser limitado (también el de origen popular), el populista exagera su carácter plebiscitario, como si la legitimación democrática del poder fuera lo mismo que un poder razonablemente ejercido. Al liberal le irrita el populista, porque presenta la versión más insustancial de la cosmovisión liberal. Precisamente el concepto más famoso acuñado por la ideología populista, la posverdad, muestra con claridad cómo el populismo caricaturiza la concepción liberal de la sociedad abierta.

Contra el Antiguo Régimen y contra las sociedades cerradas promovidas por los totalitarismos, el liberalismo defiende que, en la esfera pública, debe regir una completa libertad de discurso. El liberalismo no admite que las inexactitudes y mentiras deban ser perseguidas por una institución de control de conocimiento. Piensa que, en el debate público, la imprecisión y la exageración ayudarán al hallazgo de la verdad. Formalmente, el populista defiende el mismo principio: la esfera pública debe ser abierta, no se debe perseguir ninguna opinión. Sin embargo, para el populista, la inexactitud no representa una ocasión para acercarse a la verdad, sino que acepta la mentira como una situación definitiva. La originalidad de la posverdad en la larga historia de la mentira política es el descaro con que se la reconoce en público.

Carl Schmitt decía que la esencia de lo político se caracteriza por la oposición entre amigo y enemigo. Esta oposición significa que, también en la vida comunitaria, nos entendemos a través del otro, lo cual no es una idea tan diferente de la competencia capitalista. Hasta 1989, el liberalismo se entendía a sí mismo a través de un enemigo formidable: el marxismo. El comunismo le presentaba una imagen completa de la historia, la sociedad y el hombre a la que el liberalismo debía responder. Contra el marxismo, el liberalismo fue capaz de pensarse a sí mismo de modo global, no solo como ideología económica; de llegar a compromisos en la relación entre sociedad y mercado, de proteger a ciertos sectores de la comunidad para que no fueran seducidos por la utopía marxista.

Desde 1989, el liberalismo carece de enemigo, no tiene un contradictor a su altura. El liberalismo ha perdido el sentido del humor porque ya no se enfrenta a un rival filosófico. La capacidad del populismo de adoptar un principio liberal y deformarlo causa que el liberalismo se pueda sentir más inerme y desesperanzado en esta guerra de tuits que durante el medio siglo que se estuvo al borde del colapso nuclear. La necesidad del enemigo para saber quiénes somos es lo que produce que, pasados treinta años desde la caída del Muro, el liberalismo solo pueda sentir nostalgia del desaparecido marxismo.

 

El Mercurio

Dejar una respuesta