La política de lo silvestre-Francisca Echeverría

La política de lo silvestre-Francisca Echeverría

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Lo silvestre es intocable. Esto parece sugerir el reciente rechazo en la Cámara de Diputados del proyecto de ley sobre “perros asilvestrados”, un caso que revela el tipo de dificultades que enfrentamos al aproximarnos políticamente a la cuestión ecológica.

El proyecto responde al problema de las jaurías de perros que deambulan libremente en un estado casi salvaje y ponen en riesgo la fauna nativa, la ganadería campesina y la salud humana. Con este proyecto se buscaba catalogar a esos perros asilvestrados como “especie exótica invasora” y posibilitar su control por parte del Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas y el Servicio Agrícola Ganadero. Pero una abrumadora mayoría de los diputados votó en contra. ¿Qué ocurrió? Más allá del detalle del proyecto, el mensaje parece ser: la naturaleza no se toca, sean cuales sean sus efectos. O al menos hay que simularlo.

El problema de esa premisa queda en evidencia cuando, como en este caso, la naturaleza se enfrenta a la naturaleza: cuando son, por ejemplo, especies nativas como el huemul y el pudú las que se ven amenazadas por estas jaurías. Se trata de un caso análogo al que he escuchado relatar a campesinos chilotes, a quienes un gato huillín había matado veinte gallinas y veían impotentes que no se podía hacer nada. Ambos casos levantan preguntas similares: ¿Qué hacer con los conflictos que surgen al interior de la naturaleza misma? ¿Cuál es el papel de los humanos en esos casos? ¿Qué límites son legítimos y cuáles son, en cambio, arbitrarios? ¿Qué deberes tenemos respecto de otras especies animales?

Con independencia de lo que pueda haber de política partidista, el rechazo de este proyecto de ley pone de manifiesto los prejuicios contenidos en aquello que se suele llamar “animalismo”, la posición según la cual rara vez habría motivo para la caza o control de un animal. Pero esta intocabilidad no se hace cargo de los conflictos reales: ¿qué hacer con el problema ecológico y social provocado por estos depredadores? ¿Podemos contentarnos con suspender la discusión pública sobre el tema y remitirlo a quienes lo padecen?

Lo que emerge en este y otros casos -por ejemplo, algunos vinculados a proyectos de inversión con impacto ambiental- es una visión ecológica que paraliza, que rigidiza el discurso, que sólo admite cursos de acción unívocos. Desde esa perspectiva, se tiende a considerar la práctica ecológica como una lista cerrada de cosas por hacer o dejar de hacer  que, a la larga, impide pensar y actuar frente a los desafíos reales que están a la vista. Al absolutizar ciertas formas de protección, se olvida la interconexión de unas especies con otras, la interdependencia que exige calibrar distintos bienes. Cuidar se vuelve simplemente no tocar, aunque los efectos de esa abstención sean nefastos para otras formas de vida.

Pero la política se trata precisamente de calibrar, de ponderar una pluralidad de bienes, de incluir en una conversación común la posición de todos los que participan del juego. Bruno Latour observa que ciertas corrientes ecologistas neutralizan la política, clausuran la deliberación sobre determinados temas. La expectativa de conservación purista de toda biodiversidad -la total sacralización de “lo silvestre”- bloquea la conversación común e impide hacer frente eficazmente a cuestiones muy reales.

Esta actitud frecuente en las élites intelectuales y políticas contrasta con la de quienes se ven enfrentados cotidianamente a esos desafíos, quienes viven en una relación de familiaridad con animales y campos, quienes experimentan en carne propia que no cabe el abstencionismo. Su acción ecológica no arranca de una idea de naturaleza como lo otro, como lo ajeno que debe ser intangiblemente conservado. Viven directamente inmersos en la tarea de hacer de lo silvestre un lugar habitable y quizás por eso comprenden con más facilidad que no es posible renunciar a la reflexión humana sobre lo no humano. Tal vez eso hace que su perspectiva sea más auténticamente política que la de muchos “actores políticos”.

Al experimentar la naturaleza como lo cercano, como lo propio, comprenden que sólo se puede transformar en oikos, en casa común, cuando se vuelve parte de la conversación humana. Renunciar a ese discernimiento es renunciar, en el fondo, a la posibilidad de cuidar. (El Líbero)

Francisca Echeverría