La dictadura de “los problemas reales de la gente”-Roberto Munita

La dictadura de “los problemas reales de la gente”-Roberto Munita

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Durante los últimos días, en dos oportunidades he escuchado al senador Fidel Espinoza (PS) decir que debiéramos reenfocar el tema de discusión, debido a la catástrofe que han significado los casos de corrupción detectados en el último tiempo. La primera vez fue en un programa de televisión, en el que señaló que no sacábamos nada con discutir de seguridad o economía -sin duda dos de los temas que más incomodan al Gobierno- si no nos preocupábamos por mejorar los estándares de probidad. Y la segunda fue en la Sala del Senado, cuando el parlamentario criticó que se perdiera tanto tiempo en la elección de presidente de dicha corporación, en vez de dedicarlo a combatir la desatada corrupción.

Y, ¿saben qué? Creo que tiene toda la razón.

No porque crea que la economía y la delincuencia no son importantes, evidentemente, ni porque me haya parecido excesivo el debate por la presidencia del Senado (es la segunda autoridad del país, después del Presidente de la República, y por tanto hay que tomarse el tiempo que sea necesario para su elección). Sin embargo, el senador Espinoza atina bien cuando señala que el foco debiera estar no sólo en los temas que pone la opinión pública y los vecinos, sino también sobre otros temas, quizás más fomes y menos sexy, pero que resultan igualmente fundamentales para la vida en sociedad.

En este último grupo, el combate a la corrupción y el mejoramiento de la calidad de la democracia resultan claves. No sólo porque los hechos corruptos funcionan como un cáncer que va carcomiendo las instituciones, sino porque además son temas que, lamentablemente, siempre terminan pasando a un segundo plano. Las urgencias sociales son otras y, tal como dijeron Elder & Cobb en su momento, los compromisos y debates pendientes impiden la discusión de muchos temas nuevos.

Hace ya muchos años, un candidato presidencial puso como ejemplo a “la señora Juanita” y llamó a los políticos a preocuparse por “los problemas reales de la gente”. A su juicio, la clase política estaba desgastada y no lograba conectar bien con los requerimientos de la ciudadanía. Él, en cambio, llamaba a escuchar sólo al pueblo, y darle lo que le pidiera. Pocas posiciones programáticas han sido más cercanas que ésta al populismo clásico de Perón. Al pueblo hay que darle lo que el pueblo pide. Punto.

Acá, empero, hay que hacer un matiz: no hay nada de malo en olfatear, medir y hacer propuestas acordes con el sentir de la ciudadanía. Al contrario, cualquier experto en campañas sabe que lo primero que hay que hacer es medir la popularidad de las iniciativas, y que si no se abrazan causas al menos medianamente populares, cualquier candidatura está destinada al fracaso.

No se trata de eso.

El problema llega cuando nos olvidamos de todo nuestro programa, nuestras ideas y nuestros valores, es decir, de “las razones por las que nos metimos en política”, y terminamos impulsando sólo aquello que es popular, lo que quiere la gente. Se pasa así del modelo “top-down” (la política pública es diseñada por autoridades y burócratas, y la opinión pública es un mero receptor) al modelo “bottom-up” (es decir, la ciudadanía decide y participa activamente en el desarrollo en política pública, y las autoridades son mejor socios).

El problema es que en el modelo bottom-up, los problemas reales de la gente se convierten en una dictadura, un ethos que hay que defender “a como dé lugar”. Por eso autores que incluso podrían comulgar más con el mundo progresista, como Subirats o Kingdon, son críticos de esta forma de diseñar la política pública, en la que la autoridad tiene un rol secundario.

Así, la fiebre por el bottom-up es malo por dos cosas: primero, porque el tomador de decisiones se convierte en un buzón -en el mejor de los casos- o en un títere de la ciudadanía -en el peor-; y segundo, porque la parrilla programática se centra sólo en aquellas materias consideradas populares (por más urgentes que sean), y se dejan fuera otras que no gozan de gloria, pero que son sumamente importante para la salud de la democracia. Me refiero con esto a asuntos como las reformas políticas, los asuntos institucionales (leyes que mejoran el funcionamiento de ciertos organismos) y, en ciertos casos, la agenda de probidad, transparencia y combate a la corrupción.

Hoy que la PDI amanece literalmente descabezada, por uno de los casos de corrupción que más golpea a la institución en décadas, nos debemos hacer esta pregunta: ¿queremos darle pan y circo a la población, preocupándonos sólo de los temas en boga? ¿O invertiremos también en mejoras a la institucionalidad pública en materia de corrupción y combate a la corrupción? Lo primero es más táctico, sin duda; pero lo segundo parece ser más estratégico. Y puede ser una mejor jugada, en el largo plazo. (El Líbero)

Roberto Munita