La violencia callejera potencia la inseguridad y el abuso. También nos empobrece. Si las autoridades que elijamos aplican una consolidación fiscal en 2022 y 2023, habrá un frenazo. Si en vez el próximo Presidente prolonga el enorme desajuste fiscal actual, será peor.
¿Por qué en octubre-diciembre de 2019 los violentos pudieron quemar 20 estaciones del metro de Santiago, la catedral de Puerto Montt, hoteles, museos, etcétera? Algunas causas son globales: en muchos países la policía está desacreditada; las nuevas redes sociales permiten organizar marchas pacíficas en pocas horas, pero no permiten excluir a los violentos; se repiten los escándalos de financiamiento político y episodios de colusión o abuso empresarial.
La violencia en Chile es singular. Fue anormalmente alta (de 15 a 20%) la proporción de adultos que apoyó desde su hogar las barricadas y ataques incendiarios aplicados en forma sostenida, todos los viernes durante meses, como medio para cambiar políticas públicas. Esta actitud continúa, según la encuesta CEP de agosto de 2021: Un 11% justificaría (desde su hogar) participar de barricadas o destrozos como forma de protesta. Ese 11% son 1,5 millones de chilenos.
Son múltiples las explicaciones de esta anomalía chilena. Una es la proporción anormal de socialdemócratas cobardes. Desde 2010 en adelante, no llamaron a los manifestantes a rechazar a los grupos violentos infiltrados en marchas pacíficas. ¡Qué diferencia con Chicago! Allá el saqueo del centro de mayo de 2020 impulsó a la alcaldesa Lori Lightfoot (demócrata, de color), a condenar repetidamente a los manifestantes que atacaron a la policía, sin perjuicio de calificar también como inaceptable el uso de fuerza excesiva por algunos policías. En cambio, en Chile, un 45% de los encuestados por el CEP no justificaría nunca o casi nunca que carabineros use la fuerza para controlar grupos de violentistas en las marchas.
También contribuyó el que las manifestaciones pacíficas masivas desde julio de 2016 hasta 2017, en reclamo por pensiones contributivas mucho menores a lo publicitado, no tuvieran respuesta eficaz del sistema político en los siguientes cinco años.
Sin entrar en detalles, la pensión contributiva mediana para quienes iniciaron pensión en julio de 2021 y habían cotizado 30 o más años, se estima en $184 mil para mujeres y $275 mil para hombres. La frustración con la ineficacia de las manifestaciones pacíficas y la cobardía socialdemócrata desde 2010 podrían haber impulsado el anómalo apoyo a las protestas violentas e incendiarias de octubre de 2019.
Una de las respuestas del sistema político abordó esta fuente de frustración en diciembre de 2019: un aumento de 50% en las pensiones no contributivas, aplicado a los de 65 y más desde enero de 2022 (los más mayores empezaron a recibir en enero de 2020). Este nuevo nivel permite que una pareja de mayores de 65 tenga más ingreso, sin trabajar, que una pareja joven donde un adulto trabaja por el salario mínimo y el otro adulto cuida niños menores en casa.
Esto satisfizo el reclamo de los primeros dos quintiles. Pero algunos mayores de los quintiles tres y cuatro, y sus hijos, agobiados por el costo de apoyarlos en una vejez más larga y con menos hermanos, seguirían apoyando la violencia. El programa de Sichel aborda esto: subiría la pensión no contributiva para el quintil tres. Si bien es fiscalmente caro, es mucho más compatible con la sostenibilidad fiscal que el programa de Boric. Para el quintil cuatro, la solución es otra: reformar las pensiones contributivas con dos prioridades: reducir la frecuencia de las interrupciones de cotización (lagunas) y dar un marco de seguridad a las cuantías de las pensiones contributivas. (El Mercurio)
Salvador Valdés P.