Todas las capas revolucionarias que se han sobrepuesto desde entonces: la ilustración del siglo XVIII, la independencia y el liberalismo del siglo XIX, y el estatismo del siglo XX, no han podido remover este fondo anímico. Cada uno, a su turno, ha jugado poderosas fuerzas políticas y moldeado las instituciones sin lograrlo. No tuvieron la consagración religiosa, puesto que no solo prescindieron de la Iglesia, sino que la combatieron abiertamente. Y ahora es la misma Iglesia la que se ha plegado a ese mundo ideológico, por lo que ya no tiene significado su respaldo. Sin embargo, la utopía pervive.
Se manifiesta en el anhelo de un gobernante fuerte que se sobreponga a los grupos de poder y sus intereses sectoriales. Que vele por los débiles haciendo que la ley sea pareja, expedita y ejemplarizadora. Que mantenga el orden y la paz al interior del cuerpo nacional posibilitando el bienestar de todos, y que sea capaz de imponer respeto en el ámbito exterior.
Son las metas tradicionales, las mismas que afloran con mayor nitidez durante las crisis que hemos vivido a lo largo de nuestra historia. Si hoy la política está sometida a fuerte crítica se debe a que se ha instalado la idea de que esta se ha alejado de aquellas finalidades. Las candidaturas de Guillier y de Piñera tratan de convencernos de que, a pesar de ser fuerzas antiguas, serán capaces de renovar y dar primacía a estos anhelos profundos. El Frente Amplio y la DC constituyen una presa apetecedora para Guillier, al igual que el electorado que se ha abstenido, para Piñera. En esta elección ganará el que mejor parezca acercarse a la utopía tradicional, revalorando esos anhelos que anidan en el fondo de nuestra alma.