Responsabilidad fiscal, iniciativa exclusiva y Constitución-Felipe Larraín-Sergio Urzúa

Responsabilidad fiscal, iniciativa exclusiva y Constitución-Felipe Larraín-Sergio Urzúa

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Todo proceso constituyente trae consigo un aumento de incertidumbre. Cuánto de este es transitorio y cuánto permanente depende en buena medida de la posibilidad de ponerse de acuerdo en los temas centrales. Uno de ellos es la iniciativa exclusiva del Ejecutivo en los proyectos de ley que tienen relación con la administración financiera o presupuestaria del Estado. Por las implicancias de corto y largo plazo, vale la pena visitar el tema.

Primero un mínimo de historia. Erróneamente, algunos creen que la iniciativa exclusiva tiene su origen en la Constitución de 1980; cuando, en realidad, su origen se remonta a la de 1925 y a las reformas de 1943 y 1970. Es, entonces, un principio que ha acompañado a la república por casi cien años.

Desde un punto de vista técnico, la iniciativa exclusiva busca resolver un problema de agencia en el sistema político actual. En lo esencial, el poder Ejecutivo debe gestionar el Estado mientras el Legislativo concurre a la formación de leyes y fiscaliza los actos del Gobierno. Así, una ingenua eliminación de la iniciativa exclusiva implicaría un conflicto de intereses evidente. El Presidente Jorge Alessandri lo resumió así: “los parlamentarios no disponen de la independencia necesaria para abordar (los problemas de carácter económico social) en forma justiciera y resguardando el interés de la colectividad, porque no pueden desentenderse de las conveniencias de sus electores, que no siempre coinciden con aquel” (Soto, 2007). Así, el expresidente entendía que este mecanismo de toma de decisiones busca dar estabilidad a la discusión presupuestaria y mantener el gasto controlado, limitando las presiones de los grupos de interés, que —más allá de las buenas intenciones— pueden ser considerables.

La literatura indica que tal enfoque tiene justificación empírica. Los aumentos de déficits fiscales y de deuda pública emergen cuando la toma de decisiones de la política fiscal se encuentra fragmentada. De igual forma, se ha documentado que la descentralización del proceso presupuestario lleva a un aumento del gasto. Hay también evidencia de que a mayor jerarquía de las instituciones presupuestarias menores son la deuda o déficit. Así, todo apunta a que cuando Hacienda tiene mayor influencia en el proceso de asignación de recursos y existen limitaciones sobre el poder del Parlamento para modificarlo, se logra una mayor disciplina fiscal.

Desde esta perspectiva, la profundidad del debate actual deja que desear. Por una parte se plantea la transformación del sistema presidencial en uno semipresidencial o parlamentario sin considerar las implicancias presupuestarias del cambio. Por otra, se debate la relajación de la iniciativa exclusiva sin reparar en los problemas de agencia que desencadenaría en parte del engranaje político institucional. Son pocas las instancias en que se evita explícitamente esa desconexión. Multiplicarlas es condición necesaria para un debate fructífero constitucional.

Y ojalá la oportunidad de avanzar hacia una discusión más compleja abra la puerta para considerar otros temas clave del ordenamiento económico. Uno de ellos se refiere a las reglas de transparencia referidas al proceso presupuestario. Estas tienen, en general, un efecto positivo sobre la efectividad del gasto público. Un segundo tema es la incorporación del principio de responsabilidad fiscal a nivel constitucional —hoy existe solo una ley al respecto—. Y tal discusión podría, por qué no, incluir los principios de eficacia y eficiencia del Estado, temas que tienen demanda ciudadana. El conjunto ayudaría a mitigar la regularidad empírica que indica que una institucionalidad presupuestaria que no resuelve los conflictos de intereses entre los poderes del Estado pone en riesgo la estabilidad fiscal.

Volviendo a la iniciativa exclusiva, Edgardo Boeninger planteó con su usual claridad que tal prerrogativa del Ejecutivo en diversas materias legislativas y su dominio de la agenda gubernativa “han sido determinantes en el Chile posterior a 1990 para asegurar la gobernabilidad, mantener la coherencia de las políticas económicas y sociales y desterrar el populismo” (Boeninger, 2008). ¿No sería, entonces, la confusión en torno al principio una señal de preocupación? El acotado espacio del Congreso en materia de gasto, ¿es problema o virtud? Y, además, ¿cómo alinear los incentivos para asegurar la responsabilidad fiscal en un régimen parlamentario o semipresidencial? ¿No deberían ser estos temas a tratar entre los candidatos a escribir la Constitución?

La nueva Carta Fundamental deberá ser la base de sustento para transformar a Chile en un país desarrollado. Obviar las consecuencias de un deficiente diseño de las materias económicas que contenga sería un error garrafal. (El Mercurio)

Felipe Larraín B.
Profesor Titular PUC y Clapes UC
Exministro de Hacienda

Sergio Urzúa
Profesor U. de Maryland y Clapes UC

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