Entre dos polos ocurre la política: el concreto, del pueblo situado en su territorio, y el abstracto de las instituciones y los discursos. Entre dos extremos se mece la política: la exaltación de lo concreto y el racionalismo de las construcciones mentales. Y entre los dos polos y los dos extremos debe mantenerse una comprensión política pertinente.
No se ha de ignorar el polo concreto del pueblo en su territorio. Él porta un significado, constitutivo de la plenitud humana. Si se lo soslaya, entonces o bien se lo oprime o bien el orden político pierde legitimidad.
Pero también los discursos y las instituciones son relevantes. Las ideas permiten la distancia y la reflexión, revisar lo que hemos hecho. Una política que renuncia a las instituciones y los discursos en aras de entregas directas a lo real se vuelve brutal.
Consta una posición que se inclina excesivamente a las idealidades, otra excesivamente a lo concreto.
En Chile destaca el sometimiento de la realidad bajo un individualismo racionalista que niega la existencia misma del pueblo. “Populismo”, “socialismo”, “fascismo” son las condenas evasivas de los neoliberales criollos a quien ose hablar del pueblo. Someten las experiencias populares a un dispositivo mercantil y de un Estado eminentemente gendarme. El pueblo, entonces, abandonado en sus anhelos de integración, hacinado en Santiago y preterido en las provincias, deviene rebelde.
En el otro extremo están el “señor colonial” y el “gran señor y rajadiablos”, resultados de políticas y reivindicaciones de lo radicalmente concreto. La exuberancia vital acaba sobrepasando los límites y la posibilidad misma de la crítica reflexiva, que aparece como impotencia risible. También se dejan incluir aquí los utopistas revolucionarios de un estadio final donde las fronteras del individuo se diluyen en una extraña coincidencia de individuo y “común humanidad”.
Entre ambos extremos se sitúa una comprensión política pertinente.
La superación de la opresión neoliberal requiere un reconocimiento de lo “telúrico-popular”: atender al pueblo y las experiencias comunitarias y colaborativas, al significado del paisaje en la conformación de la vida. Solo sobre la base de un reconocimiento del pueblo y su situación telúrica cabe contar con sistemas políticos capaces de desplegar las aptitudes humanas fundamentales y captar legitimidad.
La superación de la brutalidad de lo concreto exige, de su lado, “republicanismo”: llevar la situación a una configuración institucional que divida el poder y resguarde la libertad. Se ha de dividir el poder entre el Estado y una sociedad civil fuerte, dotada de recursos propios.
A esta propuesta la he llamado “republicanismo popular y telúrico”. Ella recibe críticas de ambos extremos; es, empero, en sus diversas variantes, la única manera de realizar, a la vez: la integración del pueblo consigo mismo y con su tierra, y la libertad del individuo y la sociedad civil. Conviene tenerlo presente en la discusión constitucional que se avecina. (La Tercera)
Hugo Herrera