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Navegamos todos los días en un océano de información. Imágenes y textos, como miles de Escila y Caribdis, zarandean nuestra nave, amenazando devorarnos.

Las sirenas de la sociedad de la información nos prometieron muchas cosas: ser más felices, saber más, pero nos han convertido en las víctimas de un vacío y un sinsentido brutales. Ahí están los «hikikomori», los jóvenes japoneses que se encerraron en sus piezas para siempre con su computador y no quieren saber nada del mundo. Y los millones de adictos al videojuego. O los padres y madres que ya no miran a sus hijos a la cara, absorbidos por sus pantallas onanistas.

¿Navegamos o naufragamos en un mar de información? Está siendo cada vez más difícil regresar a casa. ¿Y cuál es nuestro hogar? Algunos lo llaman alma, otros interioridad, otros silencio. El espacio sagrado de la intimidad intelectual y espiritual. El tiempo cada vez más escaso para el pensar meditativo, para el autoconocimiento. Siempre ha habido peligros y obstáculos para ese anhelado regreso a casa. Un exceso de información en vez de ayudarnos a hacer posible el regreso nos desorienta, nos distrae y nos expone al peligro de los peligros: el olvido. El olvido del ser.

Si Ulises pidió le taparan los oídos con cera para no sucumbir a las melifluas voces de las sirenas (que sabían mucho, demasiado), nosotros debiéramos pedir que nos cubrieran también la vista. Todo está a la vista, sobreexpuesto. Ya no hay secreto ni intimidad. Es cada vez más difícil ver las cosas y a los otros por primera vez, la mirada contemplativa parece imposible en estos días. ¿Dónde está el adentro y el afuera? Todos nos hemos vuelto voyeristas y exhibicionistas al mismo tiempo. Y es el alma la que está en peligro, pues ella necesita de pudor, silencio y misterio. Y digo «alma», aunque esa palabra ya no se use, aunque sea políticamente incorrecto hablar de ella y uno se exponga a hacer el ridículo por el solo hecho de nombrarla.

El acto más revolucionario de todos hoy es volver a hablar del alma. Al hacerlo volvemos la mirada hacia adentro, a ese territorio infinito y abandonado, pues todos estamos hoy «afuera», lejos de casa. Por eso, vale la pena volver a leer a los geógrafos o arqueólogos de esa interioridad perdida: Platón, San Agustín, Rumi, Ibn Arabí. Pero sobre todo a Plotino. ¡Qué placer leer al más místico de los filósofos en estos días! Cuando la filosofía era ejercicio espiritual y no mera elucubración intelectual separada de la vida -como nos enseñó el gran maestro Pierre Hadot-. Escucho -casi como si fuera una emisión clandestina- en la radio France Culture un programa sobre Plotino. ¡Un milagro! La radio en internet puede ser un excelente medio para resistir con la palabra. Ahí la sirena se convierte en Musa.

Para Plotino la filosofía era una preparación para una eventual experiencia mística y como las experiencias místicas son escasas, él se esforzó -al menos- por «estar presente a sí mismo y a los otros». Esa es la tarea más urgente y espiritual hoy: estar presentes, cuando todo nos invita a la fuga y la alienación. «¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Adónde hemos sido arrojados? ¿Adónde vamos? ¿De dónde nos viene la liberación?» -se preguntaba Plotino en el 200 d.C. Al leer esto, me consuela constatar que la alienación ha existido siempre, solo que ahora asume nuevas formas, amplificada por la tecnología.

Apago el celular, leo y releo a Plotino. ¡Qué gozo cuando la filosofía es palabra viva y no «cháchara de altura»! Hay que conquistar oasis de contemplación en medio de nuestro activismo alienante. Plotino usó a Ulises como imagen del verdadero viaje. ¿Y cómo es ese viaje?: «debes cerrar los ojos, debes trocar esta vista por otra y despertar a lo que todos tienen pero pocos usan. Retírate a ti mismo y mira». Cierro los ojos: siento que Itaca está cerca… y a pesar de las Sirenas y la hechicería informática que nos invita a huir, todavía podemos regresar.

 

El Mercurio

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