Política y Economía

Política y Economía

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Aunque el ministro de Hacienda Rodrigo Valdés advirtió que la política está contaminando la economía, el verdadero problema de Chile es que algunos se niegan a entender que una economía saludable es solo posible cuando se construye sobre una sólida base política. Pero cuando la economía se come a la política, eventualmente la propia economía termina erosionando la base sobre la que se sustenta. Mientras no entendamos que para que haya una buena economía debemos primero tener una buena política, será imposible que nuestro país entre al club de las naciones desarrolladas.

El desarrollo del capitalismo se ha basado en instituciones que garantizan los derechos de propiedad y que establecen reglas claras —entre las que se incluyen los derechos y obligaciones de las personas—. En sociedades democráticas, se potencia un círculo virtuoso que expande tanto los derechos de las personas como el respeto a los derechos de propiedad. Desde el retorno de la democracia, en Chile hemos vivido un proceso de consolidación democrática y fortaleza institucional que nos ha permitido convertirnos en el país más desarrollado de América Latina. Aunque tengamos muchas cosas que mejorar, Chile es el incuestionable campeón latinoamericano en desarrollo económico y consolidación democrática.

Pero precisamente porque hemos alcanzado un nivel de desarrollo que nos pone en la puerta de entrada del club de países desarrollados, algunos arreglos institucionales parecen ya no dar el ancho para los desafíos y oportunidades que ahora nos toca enfrentar. Si bien es evidente que entre las principales falencias institucionales está el sistema de financiamiento de campañas, y de la política en general, hay otros ámbitos en los que algunas instituciones también hacen aguas —como el sistema que asegura la libre competencia y persigue la colusión—. El mismo debate sobre el proceso constituyente que impulsa el gobierno —y que se cruza con la multiplicidad de reformas constitucionales que La Moneda empuja de forma paralela— se basa tanto en cuestiones de legitimidad de origen de la carta fundamental como en cuestionamientos a la capacidad de las instituciones actuales para facilitar el buen funcionamiento de los mercados y del sistema democrático.

Hay una línea común que une a todas las potenciales debilidades de nuestros arreglos institucionales y tiene que ver con el balance a favor de la economía por sobre la política en la forma en que se resuelven conflictos entre distintos grupos de interés. Desde la forma en que se asegura el respeto por los derechos de propiedad —desde la tierra hasta el agua—, pasando por las reglas que facilitan la competencia en la oferta de bienes y servicios, hasta las regulaciones en la provisión de bienes públicos (como la educación, salud, pensiones o vivienda), nuestra institucionalidad privilegia la economía sobre la política.

Pero en la realidad cotidiana, la política siempre termina irrumpiendo desde fuera de la institucionalidad, debilitándola y demostrando sus limitaciones. La forma en que se ha desarrollado el conflicto mapuche, las movilizaciones estudiantiles o los paros en salud o transporte evidencian la importancia de la política en los procesos sociales. Si bien la institucionalidad favorece una comprensión economicista de los problemas —y el sistema de formación de políticas públicas favorece soluciones técnicas—, la realidad a menudo obliga a introducir elementos políticos que distorsionan los criterios técnicos y desvirtúan las prioridades de los modelos economicistas. Correctamente, algunos críticos del modelo argumentan que los propios criterios técnicos responden a una racionalidad política que pretende instalar determinadas prioridades como verdades incuestionables. Así, por ejemplo, cuando se mide el impacto social de una política pública, se obvian consideraciones políticas y se toman decisiones que pueden ser sub-óptimas desde el mismo criterio técnico que se utiliza. El ejemplo más notable ha sido el Transantiago, cuando la racionalidad técnica fue superada por la realidad política y, 10 años y miles de millones de dólares después, seguimos pagando los costos de creer que la economía se mueve de forma independiente a la política. Igual lógica explica las fallas en lograr mejoras sustanciales en la calidad de la educación pública, en la provisión de salud y en programas tan diversos como aquellos destinados para aliviar la pobreza o reducir la contaminación ambiental.

Tiene razón el ministro Valdés cuando dice que la política está contaminando la economía. Pero no se puede deducir de ello que podemos aislar lo económico de lo político. Muy por el contrario, precisamente porque la base para una economía saludable está en un sistema político sólido, estable, legítimo e inclusivo, el único camino para retomar tasas de crecimiento saludable que permitan generar más riqueza y más desarrollo para todos pasa por arreglar primero las instituciones que rigen el comportamiento de nuestra política y que han hecho aguas en meses recientes.

 

 

 

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