Nuestro Tercer Estado

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Anteayer —el lunes, para mayor precisión—, 87 de los 155 convencionales se reunieron a fin de acordar diversos aspectos de su trabajo. Los preocupaba, en especial, la forma en que se instalaría la Convención Constitucional.

Aparentemente se trató de una reunión donde gente preocupada por sus nuevas funciones se reúnen a fin de intercambiar información acerca de la forma en que las ejercerán.

Pero no era el caso.

En realidad, subyació a esa reunión la idea —cuyas consecuencias se verán poco a poco— de que la Convención Constitucional es un órgano donde se despliega la voluntad del pueblo y donde, por lo mismo, ninguna sujeción, ni siquiera la relativa a la forma de organizar formalmente su primer encuentro, debe admitirse. A diferencia de diputados y senadores, piensan los convencionales o convencionistas, su poder no es uno que provenga de las reglas actualmente existentes, sino que se trata de uno que emana directamente del pueblo, sin mediación alguna. Mientras los diputados y los senadores producirán leyes en el marco de una Constitución languideciente, los convencionales redactarán una nueva destinada a regir el futuro. En tanto los diputados y los senadores ejecutarán una voluntad que el pueblo ya ha desechado (la que subyace en la Carta de 1980), los convencionales portan la voluntad constituyente que la reemplazará.

Es difícil exagerar las consecuencias que se seguirán de esa forma de concebirse a sí misma la Convención. Una forma que a juzgar por la reunión del lunes concita la mayoría absoluta de sus integrantes.

Desde luego, a contar de su instalación y durante el tiempo que dure su quehacer, todos los otros órganos del Estado serán mirados por los convencionales por encima del hombro con algo de inconfesado desdén. Ninguno de ellos, ni el Presidente ni el Congreso, podrán atribuirse mayores títulos o facultades que las que poseerá la Convención una vez instalada. Después de todo, no hay tarea de mayor importancia o de mayor repercusión que la de decidir las bases de la vida en común que constarán en la carta constitucional. El nuevo Presidente o Presidenta y los nuevos integrantes del Congreso colegislarán a la sombra de la Carta de 1980; pero esa tarea palidece al lado de la que ejercerá la Convención.

Se suma a lo anterior que el nuevo órgano revela una forma de representación que, podrá decirse, es muy superior a la de quienes se reunirán en el Congreso Nacional. Mientras la representación de los miembros del Congreso se funda, podrá argüirse, en la abstracción de la ciudadanía en la medida en que borra toda identidad, la de la Convención Constitucional reflejará distinciones que la ciudadanía abstracta desconoce: el género y la etnia entre ellos.

Y en fin, ocurrirá muy pronto —la declaración de la Vocería de los Pueblos permite augurarlo— algo semejante a lo que ya ocurrió alguna vez cuando apareció el concepto de poder constituyente.

Ese concepto fue acuñado por Sieyès (en “¿Qué es el Tercer Estado?”) a propósito de la convocatoria a los Estados Generales en 1789. Entonces se intentó que la crisis social y política fuera resuelta por los tres estados —nobleza, clero y Tercer Estado—, pero como cada uno contaba con el mismo número de votos, resultaba obvio que los dos primeros impondrían su voluntad. Entonces, Sieyès sugiere que el Tercer Estado se autoconvoque aparte de los otros y de esa manera se instituya en asamblea nacional, en Asamblea Constituyente, la que una vez creada llegó a presidir por unas semanas (la presidencia era casi rotativa).

No es muy difícil establecer analogías entre esa situación y la idea de que en Chile hay una nobleza y un clero —la élite económica y política— frente a la cual el Tercer Estado, el pueblo, se autoconvoca.

Solo queda por saber quién será Sieyès. (El Mercurio)

Carlos Peña

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