Miedo

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Después que en estas mismas páginas conté la experiencia de asistir al cabildo provincial realizado en un liceo de la calle Independencia, varios amigos se me acercaron para alabar mi valentía, pues podría haber sido hostilizado o agredido. No lo había pensado. De hecho fue al revés: me trataron estupendamente y pude participar de igual a igual. Noté, sí, una cierta sorpresa por tenerme ahí, y una tenue satisfacción de poder interactuar con alguien que se supone miembro de la élite. Esto me ha hecho pensar acerca de cuando se inauguró el miedo. No me refiero al miedo de la gente hacia quienes la dirigen, que es ancestral y que con certeza se acentuó con la experiencia de la dictadura, pero que ahora está en clara declinación. Me refiero al miedo de las élites y los grupos dirigentes hacia lo que antaño llamábamos el pueblo.

Un hito crucial fue lo que sucedió en los años sesenta del pasado siglo, coronado por la Unidad Popular. Para la élite tradicional esto fue una pesadilla: los sindicatos, las expropiaciones, las tomas. Basta ese recuerdo para despertar un miedo irreprimible.

Pero estoy seguro de que hay algo más, y que tiene que ver con la segregación urbana. Fue con cuentagotas. Pienso en el día que «el decano» dejó su edificio histórico en calle Compañía para trasladarse a Vitacura, siendo seguido años después por casi todas las grandes empresas y estudios de abogados hoy instalados principalmente en Las Condes -incluyendo órganos del Estado como el Tribunal Constitucional, que seguramente dejó el barrio cívico para disponer de más independencia-. O en la creación del barrio La Dehesa, que por su geografía está aislado del resto de Santiago, al punto que ahora ha dispuesto controlar a los vehículos que entran. La construcción de las autopistas urbanas, en especial la Costanera Norte, que permiten cruzar la ciudad de un lado a otro sin ver otra cosa que automóviles. La muerte de los estadios como reductos en que todos se igualaban en su condición de hinchas. La creación de universidades privadas en la «cota mil», que permiten a los muchachos educarse desde que tienen uso de razón hasta el fin de sus carreras universitarias sin salir de su propio barrio. A esto se agregan las mutaciones de la economía chilena, donde los sectores financieros y de servicio -muchos de ellos globalizados- han venido desplazando a la actividad manufacturera, lo que lleva a que muchos profesionales desarrollen sus carreras sin salir del barrio alto, salvo para desplazarse al aeropuerto o tomar vacaciones fuera de Santiago.

Puede haber más motivos y más relevantes. Lo importante es destacar que hay habitantes de Santiago que despliegan su vida sin jamás interactuar en forma horizontal con el resto de sus compatriotas. No es solo que no quieran; es que simplemente no los ven, ya que casi no «bajan» al centro ni van a lugares donde se los pueda encontrar como iguales. Esto es lo que nutre el miedo: la invisibilización de los otros, y la fantasía de vivir rodeados de populistas irresponsables, sindicalistas envidiosos, mapuches violentos, inmigrantes inmorales, consumidores tramposos y delincuentes sanguinarios.

Mucho se habla en estos días de la amenaza que representa la desconfianza de la población en las élites. Pero esto puede ser un signo de madurez, la señal de que estamos dejando atrás una sociedad oligárquica y avanzando hacia una sociedad más horizontal y democrática. La verdadera amenaza está en el miedo de las élites hacia los chilenos de carne y hueso, que las empuja a levantar todo tipo de muros, tanto materiales como simbólicos, para defenderse de ellos.

 

El Mercurio/Emol

 

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